David Agüera

He de reconocer que estoy impresionado. Ni siquiera sé si esa es la palabra que mejor define mi sentimiento, pero nunca pensé que llegaría a ver lo que está ocurriendo.
Quizá mis ojos se acostumbraron con el paso de los meses a ver rostros cubiertos por mascarillas, quizá mi cabeza ordenó rápido que después del encierro la vida no volvería a ser como antes… Quizá somos más duros de lo que pensábamos pero hay escenas que me rompen por dentro.
Desde luego que lo más estremecedor es sentir el dolor de aquellos que han perdido un ser querido. Saber que no han podido ni despedirse, ni coger la mano de a quien se quiere en sus últimas horas… Esa es la crónica más despiadada de esta pandemia pero que también vivimos con el cáncer, accidentes, terrorismo… El drama humano de perder una parte de ti.
Pero lo que nunca imaginé es ver la muerte de ciudades y pueblos enteros. El sobrecogedor impacto de caminar por calles vacías, con persianas bajadas y hostelería cerrada. Ese fundido a negro de hoteles, complejos de ocio y pequeñas empresas. Ese cambio radical del bullicio de la gente disfrutando por el atronador silencio.
Pasamos la barrera psicológica del 2020 esperando que el nuevo año nos trajera algo diferente. Seguro que lo conseguimos, la cuestión es saber si estamos preparados para lo que viene. Si seremos capaz de aguantar los golpes hasta recuperar esa vida en la que, sin saberlo, muchas veces éramos felices.

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