Redacción (Madrid)
Viajar a Cuba es, ante todo, entregarse al ritmo. No basta con recorrer sus calles coloniales, contemplar sus coches antiguos o saborear un buen ron; la verdadera esencia de la isla se encuentra en su música y, sobre todo, en su danza. Los bailes tradicionales cubanos no son solo una forma de entretenimiento, sino una expresión profunda de identidad, memoria y resistencia. Quien observa –o mejor aún, participa– en una de estas danzas, descubre mucho más que coreografías: encuentra un pueblo que ha aprendido a convertir el dolor en belleza y la historia en movimiento.

Uno de los pilares de esta tradición es el son cubano, un estilo nacido de la mezcla entre ritmos africanos y melodías hispánicas, que se desarrolló en la región oriental de Cuba. Bailado en pareja, el son es una conversación silenciosa entre cuerpos que se mueven al compás del tres, la marímbula y las claves. Su elegancia tranquila y su cadencia lo convierten en una forma de intimidad pública, donde la conexión con el otro es esencial.
Otro exponente fundamental es el danzón, originario de Matanzas, que floreció a finales del siglo XIX. A diferencia del son, el danzón se ejecuta con una estructura más rígida y ceremonial. Es un baile que invita a la contemplación, con pausas marcadas y un lenguaje corporal que evoca respeto y refinamiento. En sus salones, se respiraba la solemnidad de una época en la que el baile era un acto casi sagrado.

Por otro lado, la rumba representa la expresión más visceral de la danza popular cubana. Nacida en los barrios humildes y cargada de influencia africana, la rumba no necesita escenario ni vestuario especial: se baila con el cuerpo desnudo de artificios, impulsado por el tambor y el grito callejero. Dentro de ella, estilos como el guaguancó, el yambú o la columbia muestran variantes rítmicas que transforman la calle en ceremonia, desafío o seducción.
Y si se trata de religiosidad y raíces africanas, no se puede ignorar la importancia de los bailes vinculados a la santería. Estas danzas no son folclore decorativo, sino parte activa de un sistema espiritual que aún pervive con fuerza en la isla. Cada orisha (deidad) tiene su ritmo, su movimiento, su color. Cuando se baila para Yemayá, Oshún o Changó, no se busca lucirse, sino canalizar la fuerza de lo divino. Estas danzas son actos de fe, resistencia y memoria afrodescendiente.

Más contemporáneo, pero heredero de todo lo anterior, es el fenómeno de la salsa, una mezcla potente de son, guaracha, mambo y otros ritmos que, aunque se consolidó fuera de Cuba, tiene raíces profundamente cubanas. La salsa ha conquistado escenarios globales, pero en Cuba mantiene un sabor local, marcado por la espontaneidad y el ingenio de sus bailarines.
En resumen, los bailes tradicionales de Cuba son mucho más que un atractivo turístico o un espectáculo folclórico. Son una forma de habitar el mundo, una herencia viva que late en cada esquina, en cada fiesta improvisada, en cada taller de barrio. Bailar en Cuba no es solo moverse con ritmo: es narrar una historia colectiva, donde el cuerpo es archivo, protesta y celebración. Y en una isla donde tantas veces se ha intentado silenciar, el baile ha sido siempre una manera de hablar sin pedir permiso.
