La Terraza del Círculo: Madrid desde el cielo

Redacción (Madrid)

No todas las ciudades permiten verse desde lo alto como si fueran un suspiro contenido. Madrid, intensa, luminosa, caótica y bella, encuentra un instante de pausa, una suerte de milagro suspendido, en la Terraza del Círculo de Bellas Artes, ese balcón privilegiado desde el cual el alma se despega de la rutina y se eleva. Más que un mirador, esta terraza es una experiencia poética, un rincón entre las nubes donde el arte y la ciudad se besan en silencio.

Ubicada en la calle de Alcalá, a pocos pasos de la emblemática Gran Vía, la terraza corona uno de los edificios culturales más vibrantes de Madrid: el Círculo de Bellas Artes, fundado en 1880 como refugio de artistas, intelectuales y espíritus inquietos. Subir al cielo, aquí, no es metáfora: un ascensor antiguo, casi teatral, conduce al visitante hasta lo más alto del edificio. Allí, el bullicio se disuelve, y comienza el hechizo.

La primera imagen que detiene la respiración es la de la diosa Minerva, protectora de las artes, que observa la ciudad desde su pedestal de bronce como si velara sus sueños. Más allá de su silueta imponente, Madrid se abre en 360 grados, generosa y abierta: desde las torres de Colón hasta las cúpulas del Palacio de Cibeles, desde el perfil lejano de las Cuatro Torres hasta la sierra azulada de Guadarrama, si el cielo está claro.

La terraza del Círculo de Bellas Artes no es solo para mirar: es para quedarse. Sentarse en una de sus mesas con un café al amanecer, un cóctel al atardecer o una copa bajo las estrellas es celebrar la vida desde un lugar privilegiado. El bar-restaurante ofrece platos cuidados y tragos que acompañan el espectáculo visual con sabores a la altura de las vistas.

En verano, es uno de los espacios más buscados de Madrid para noches de terraza, música y encuentros; en invierno, incluso con el aire frío, mantiene su encanto como refugio bohemio para quienes desean mirar sin ser mirados. Cada estación le da un matiz distinto: el oro tibio del otoño, el azul limpio del verano, el rosa pálido de las tardes invernales, la efervescencia luminosa de la primavera.

La experiencia de esta terraza va más allá del turismo. Forma parte del espíritu del Círculo: un lugar donde la cultura y la ciudad se entrelazan. Visitar la terraza puede formar parte de un día dedicado al arte: antes, una exposición de fotografía contemporánea o de vanguardia pictórica en sus salas; después, una copa entre las alturas, como colofón de una jornada estética. Aquí, mirar Madrid es también mirar(se) con otros ojos: más abiertos, más conscientes, más sensibles.

Pocos rincones pueden ser al mismo tiempo refugio de enamorados, secreto de madrileños nostálgicos, descubrimiento de viajeros curiosos, escenario de fotógrafos y confesionario de escritores. La terraza del Círculo es todo eso y más. No hace ruido, no presume: simplemente está ahí, como un secreto a voces que todos recomiendan pero que cada uno vive a su manera.

Es un espacio democrático en lo más noble del término: cualquier persona puede asomarse al alma de la ciudad, dejar atrás el tráfico y el tiempo, y sentir que, por un instante, Madrid le pertenece. O que él o ella le pertenece a Madrid.

Visitar la Terraza del Círculo de Bellas Artes de Madrid no es hacer check en un mirador más. Es detenerse. Es mirar el mundo con pausa. Es escribir con la mirada un poema sobre tejados, antenas y cúpulas. Es comprender que las ciudades también pueden ser miradas con ternura, desde la altura, desde la belleza.

Este 2025, en un mundo que sigue redescubriendo la lentitud, el asombro y el sentido, esta terraza sigue allí, esperando que alguien suba con el corazón abierto y el alma despierta. Porque mirar Madrid desde aquí no es solo ver la ciudad: es entender por qué Madrid enamora.

Pedernales y Bahía de las Águilas, el último paraíso virgen del Caribe

Redacción (Madrid)
En el extremo suroeste de la República Dominicana, donde el asfalto se mezcla con el polvo rojo y el mar parece aún no haber sido descubierto por el turismo de masas, se encuentra Pedernales. Esta provincia fronteriza, a menudo ignorada en las rutas tradicionales, alberga uno de los tesoros naturales más impresionantes del Caribe: Bahía de las Águilas. Con sus 8 kilómetros de arena blanca inmaculada y aguas cristalinas en tonos turquesa, esta playa es considerada una de las más vírgenes del hemisferio occidental.


Consciente del valor ecológico y turístico de la región, el gobierno dominicano ha anunciado una ambiciosa estrategia para convertir Pedernales en el nuevo polo turístico del sur, apostando por un modelo de desarrollo sostenible. El «Proyecto de Desarrollo Turístico de Pedernales» contempla la construcción controlada de infraestructura hotelera, un aeropuerto internacional, y accesos viales, con énfasis en el respeto al entorno natural y la participación de las comunidades locales.


Sin embargo, el proyecto no está exento de controversias. Ambientalistas y sectores académicos han expresado preocupación sobre el riesgo de que el desarrollo turístico, por bien intencionado que sea, degrade el frágil ecosistema de la zona. Piden garantías legales claras, monitoreo independiente y un modelo basado en el ecoturismo, que priorice la educación ambiental y la economía comunitaria por encima del turismo masivo.


Hoy, Bahía de las Águilas representa un dilema esperanzador: cómo abrir al mundo uno de los rincones más hermosos del Caribe sin repetir los errores del pasado. ¿Será posible preservar su carácter prístino mientras se transforma en un motor económico para una de las provincias más empobrecidas del país? El futuro de Pedernales, y quizás el modelo turístico dominicano del siglo XXI, depende de esa respuesta.




Los pueblos más poblados de Europa, entre lo rural y lo urbano

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Redacción (Madrid)

En el corazón del continente europeo, donde lo rural y lo urbano a menudo se entrelazan, existe un fenómeno particular que desafía las categorías tradicionales de asentamiento: los pueblos más poblados de Europa. A diferencia de las grandes ciudades, estos núcleos mantienen un estatus administrativo de «pueblo», aunque por su tamaño, densidad y servicios podrían confundirse fácilmente con pequeñas ciudades. Este fenómeno refleja tanto las particularidades legales de cada país como los cambios demográficos y económicos que redefinen el paisaje europeo.

Uno de los ejemplos más destacados es Cinisello Balsamo, en Italia. Ubicado en la región de Lombardía, este municipio forma parte del área metropolitana de Milán y cuenta con más de 70.000 habitantes. Aunque su tamaño y cercanía a una gran ciudad podrían haberle otorgado el estatus de ciudad, legalmente sigue siendo considerado un «comune», categoría que incluye tanto a pueblos como a ciudades en la administración italiana. Casos similares se repiten en otras regiones del país, donde los criterios históricos pesan más que las cifras actuales.

En España, el caso más paradigmático es Roquetas de Mar, en la provincia de Almería. Este municipio andaluz ha experimentado un notable crecimiento en las últimas décadas, impulsado por el turismo y la agricultura intensiva, hasta superar los 100.000 habitantes. A pesar de ello, no ha recibido formalmente el título de ciudad, en parte debido a las peculiaridades del sistema administrativo español, donde dicha designación tiene un valor más simbólico que funcional.

Por su parte, países como Reino Unido presentan situaciones similares, con localidades como Reading o Luton, que pese a tener poblaciones comparables a las de ciudades medianas, no cuentan con el título oficial de “city” debido a criterios históricos y religiosos muy específicos. En otros casos, como en Alemania o Francia, las divisiones administrativas hacen menos evidente la diferencia entre pueblos y ciudades, pero aún se pueden encontrar grandes municipios rurales que conservan su estatus original por razones legales o políticas.

Este panorama revela la diversidad de realidades dentro de Europa, donde el número de habitantes no siempre se traduce en una categoría administrativa superior. Los pueblos más poblados del continente son ejemplos vivos de cómo la historia, la burocracia y la evolución demográfica se entrecruzan para dar forma a una geografía humana tan compleja como fascinante. Y aunque no cuenten con el título de ciudad, su peso económico, social y cultural en sus regiones es, sin duda, de carácter urbano.

Europa bajo las estrellas, los campings más espectaculares para una escapada inolvidable



Redacción (Madrid)

En los últimos años, el turismo de camping ha experimentado un auge sin precedentes en Europa. La combinación de naturaleza, libertad y servicios de calidad ha convertido a los campings en una opción preferida para quienes buscan una experiencia auténtica sin renunciar al confort. Desde los Alpes suizos hasta las costas portuguesas, el continente ofrece una amplia gama de opciones que se adaptan tanto a familias como a aventureros solitarios. A continuación, un recorrido por algunos de los mejores campings europeos que destacan por su ubicación, instalaciones y encanto único.


Uno de los referentes indiscutibles es Camping Les Criques de Porteils, ubicado entre Collioure y Argeles-sur-Mer, en el sur de Francia. Este camping de cinco estrellas ofrece parcelas con vistas espectaculares al Mediterráneo, acceso directo a calas escondidas y servicios de alta gama, como piscina climatizada, restaurante gourmet y actividades para toda la familia. Su atmósfera tranquila y su respeto por el entorno natural lo convierten en un destino ideal para quienes buscan desconexión con estilo.


En los Países Bajos, Camping De Lakens, situado en el Parque Nacional Zuid-Kennemerland, cerca de Ámsterdam, es un ejemplo de camping sostenible e innovador. Con alojamientos que van desde tiendas de lujo hasta cabañas ecológicas, este camping pone un fuerte énfasis en el bienestar: cuenta con spa, yoga en la playa y menús saludables. La cercanía con el mar del Norte permite a los visitantes disfrutar de surf, ciclismo y largos paseos por dunas salvajes.


Italia también tiene joyas del camping, como Camping Village Marina di Venezia, en la región del Véneto. Este enorme complejo frente al mar Adriático combina lo mejor de un resort con la esencia del camping tradicional. Dispone de parques acuáticos, restaurantes temáticos y hasta tiendas de diseño, sin dejar de lado la posibilidad de dormir bajo los pinos. Su proximidad a Venecia lo convierte en una base ideal para explorar tanto la naturaleza como la cultura.


Para quienes prefieren las montañas, Camping Jungfrau en Lauterbrunnen, Suiza, es un verdadero espectáculo. Rodeado de cascadas y picos nevados, este camping ofrece una experiencia alpina única. Es punto de partida para rutas de senderismo y excursiones en tren a lugares emblemáticos como Jungfraujoch. A pesar de su entorno rústico, dispone de servicios modernos y acogedores, ideales para quienes desean vivir los Alpes sin sacrificar comodidad.


Desde la costa hasta la montaña, Europa ofrece una diversidad de campings que satisfacen todo tipo de expectativas. Más allá de ser simples lugares para dormir, se han transformado en destinos en sí mismos, donde el contacto con la naturaleza se combina con una creciente oferta de bienestar y entretenimiento. Ya sea para una escapada corta o unas largas vacaciones de verano, acampar en Europa es, hoy más que nunca, una forma de viajar con libertad y conciencia.


Los desastres de la guerra civil española: Un viaje turístico por los restos de sus escenarios

Redacción (Madrid)

La Guerra Civil Española (1936-1939) no solo dejó una profunda cicatriz en la memoria colectiva del país, sino que marcó para siempre el paisaje urbano y rural de España. Aunque fue un conflicto devastador, sus vestigios se han transformado en lugares de memoria histórica y reflexión. Hoy, recorrer esos sitios es también un acto de turismo con conciencia, donde el viajero no busca solo belleza, sino comprensión y recuerdo.

Madrid fue uno de los principales escenarios de la guerra, sitiada durante casi tres años. Aún pueden visitarse restos de trincheras y búnkeres en la Casa de Campo, un parque que fue frente de batalla. En la ciudad, el Museo de Historia de Madrid y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía conservan documentos y obras que reflejan el horror del conflicto, como el célebre Guernica de Picasso, símbolo universal del sufrimiento civil.

En la provincia de Zaragoza, el viejo Belchite permanece como un esqueleto de ruinas bombardeadas. Fue escenario de una de las batallas más cruentas y, tras la guerra, Franco ordenó construir un nuevo pueblo al lado, dejando el antiguo como testimonio del horror. Caminar entre sus casas derruidas, su iglesia destrozada y sus calles fantasmales es una experiencia conmovedora.

Guernica, en el País Vasco, sufrió uno de los bombardeos más atroces por parte de la aviación alemana al servicio de Franco. Aunque hoy es una ciudad reconstruida, el Museo de la Paz de Gernika y la Casa de Juntas ofrecen una visión completa del ataque y sus consecuencias. El roble de Guernica, símbolo de las libertades vascas, sigue en pie como emblema de resistencia.

En Tarragona, el Ebro fue escenario de la mayor batalla de la guerra. En Corbera d’Ebre, el pueblo viejo permanece parcialmente en ruinas y ha sido convertido en un museo al aire libre, con esculturas y paneles informativos. Cerca, se puede visitar el Centro de Interpretación 115 días, que ofrece un recorrido completo por la ofensiva y el drama humano vivido.

No solo los campos de batalla guardan historias. En lugares como Albatera (Alicante) o Castuera (Badajoz), los restos de campos de concentración franquistas recuerdan la brutal represión que siguió a la guerra. Aunque en muchos casos quedan pocos vestigios físicos, diversas asociaciones trabajan por su señalización y recuperación.

Visitar estos lugares no es solo un ejercicio de memoria; es un acto de respeto hacia quienes vivieron el horror de una guerra fratricida. En cada trinchera, cada ruina y cada museo hay una historia que clama por no repetirse. El turismo de memoria invita al viajero a mirar más allá de los paisajes y monumentos, para descubrir las cicatrices que el tiempo no ha podido borrar.

El Castillo del Cid Campeador: entre la historia y la leyenda de Castilla

Redacción (Madrid)

En la fértil y sobria meseta de Castilla, a tan solo unos kilómetros al norte de la ciudad de Burgos, se encuentra la localidad de Vivar del Cid. Este modesto pueblo, casi oculto entre el paisaje cerealista, posee un valor simbólico y patrimonial de incalculable importancia: fue el lugar de nacimiento y residencia de Rodrigo Díaz de Vivar, conocido por la historia y la literatura como el Cid Campeador. Aunque el castillo donde vivió ya no existe, su memoria ha dado forma a un espacio donde el viajero encuentra algo más profundo que piedras antiguas: la raíz misma de la epopeya medieval hispánica.

El castillo en el que nació y vivió el Cid no se conserva. Fue, con toda probabilidad, una casa fuerte o torre señorial propia de la nobleza castellana del siglo XI, de carácter militar pero sin la monumentalidad de los grandes castillos posteriores. A lo largo de los siglos, la estructura fue perdiéndose debido a conflictos, cambios de uso y abandono. Hoy solo quedan vestigios arqueológicos y referencias documentales, pero el solar de aquella edificación permanece señalado y protegido, conservando la carga simbólica que le confiere haber sido cuna de uno de los personajes más emblemáticos de la historia de España.

Sin embargo, en el lugar donde se alzaba la fortaleza de Vivar se ha desarrollado un entorno de memoria cultural y patrimonial. El pueblo conserva numerosas referencias al Cid: una estatua conmemorativa, el Archivo del Cantar de mio Cid, y el punto de partida oficial del Camino del Cid, una ruta cultural y senderista que sigue los pasos del héroe medieval a lo largo de más de 2.000 kilómetros, hasta la ciudad de Valencia.

Rodrigo Díaz de Vivar fue mucho más que un guerrero de frontera. Hijo de la nobleza menor castellana, educado en la corte del rey Fernando I y luego convertido en caudillo militar al servicio de distintos señores y reyes, su figura encarna los valores de la caballería, el honor, la lealtad y la astucia militar. Aunque su vida fue recogida por cronistas medievales como la Historia Roderici, su verdadero salto a la posteridad vino con la literatura: el Cantar de mio Cid, escrito hacia el año 1207, lo convierte en el protagonista de una gesta heroica que ha sido interpretada como el primer gran poema épico de la lengua castellana.

El interés del viajero por Vivar no se basa en lo monumental, sino en lo simbólico. Pocos lugares en España permiten al visitante sumergirse con tanta claridad en el encuentro entre historia y literatura, entre pasado documentado y leyenda viva. Caminar por las calles de Vivar, recorrer sus campos, observar la sobriedad de la tierra que vio nacer al Cid, es también una forma de acceder al alma de Castilla.

Aunque el castillo ya no está presente en su forma física, Vivar del Cid ofrece al visitante una experiencia inmersiva en el mundo del siglo XI. Entre los principales puntos de interés destacan:

  • El solar del antiguo castillo, debidamente señalizado, donde se conservan restos arqueológicos.
  • La estatua de Rodrigo Díaz, instalada en la plaza central del pueblo, como homenaje permanente a su figura.
  • La Casa Museo del Cid, donde se encuentran documentos, maquetas y material interpretativo sobre su vida.
  • La iglesia parroquial de San Miguel, de origen románico, que guarda vínculos históricos con la familia del Cid.
  • El punto de inicio del Camino del Cid, una ruta cultural reconocida a nivel nacional e internacional, que parte de este lugar simbólico y se extiende por varias comunidades autónomas.

A tan solo diez kilómetros al sur se encuentra el Monasterio de San Pedro de Cardeña, otro enclave fundamental en la historia del Cid. Allí se guardaron durante siglos los restos de Rodrigo Díaz y su esposa Jimena, y allí también se escribió buena parte de su leyenda.

El turismo que se practica en Vivar del Cid es sereno, íntimo y cultural. No hay grandes masas, ni atracciones artificiales, pero sí un entorno en el que se respira profundidad histórica y autenticidad. La experiencia de visitar este lugar tiene menos que ver con la contemplación de una arquitectura imponente y más con una conexión profunda con el origen de un símbolo nacional.

Los viajeros que se acercan a Vivar suelen ser amantes de la historia, la literatura medieval, o simplemente curiosos en busca de los orígenes de un mito. La visita invita a la reflexión: sobre el tiempo, la memoria, la construcción de las identidades, y el papel que un solo individuo puede jugar en la historia de un pueblo.

Aunque el castillo de Vivar del Cid ya no se yergue sobre la llanura castellana, su importancia no ha desaparecido. Al contrario, se ha transformado en un punto de referencia cultural, histórica y simbólica. Visitar este lugar es emprender un viaje al pasado, no a través de recreaciones artificiales, sino mediante el respeto por la memoria, el paisaje y la palabra escrita.

Allí, donde comenzó la historia del Cid, también puede comenzar para el viajero una comprensión más profunda del espíritu castellano y del legado que une la piedra, la letra y la leyenda.

La Bahía de Santander: un espejo de mar y cultura

Redacción (Madrid)

Pocas bahías en el mundo tienen la capacidad de hechizar a quien las contempla como lo hace la Bahía de Santander. Situada al norte de España, en la comunidad autónoma de Cantabria, esta joya natural es mucho más que un enclave geográfico: es un escenario donde el mar, la ciudad, la historia y la naturaleza se abrazan con una armonía casi perfecta.

Desde el primer vistazo, la bahía impresiona por su belleza serena y elegante. Con sus aguas tranquilas reflejando el cielo cambiante del Cantábrico, la imagen de la bahía es una postal viva que acompaña al visitante en cada rincón de la ciudad. El paseo marítimo de Santander, que se extiende con vistas ininterrumpidas al mar, invita a caminar sin prisa, a sentarse en un banco y simplemente mirar, como lo han hecho generaciones de locales y viajeros.

Pero la Bahía de Santander no es solo un espectáculo visual: es también un epicentro de vida y actividad. Su puerto ha sido testigo de siglos de comercio, exploración y evolución urbana. Hoy conviven allí el dinamismo del tráfico marítimo, los ferris que conectan con Inglaterra y el País Vasco, los veleros deportivos, y los barcos pesqueros que traen el sabor del mar a las mesas santanderinas.

Uno de los grandes atractivos que ofrece la bahía es su equilibrio entre lo urbano y lo natural. Desde las playas del Sardinero hasta la península de La Magdalena, donde el antiguo palacio real se alza sobre un promontorio verde, la costa es un desfile de paisajes cambiantes, con parques, acantilados y calas que parecen diseñadas para escapar del ruido sin salir de la ciudad. Y al otro lado de la bahía, pueblos como Pedreña o Somo ofrecen una visión más tranquila y marinera, perfecta para una escapada en barco o una jornada de surf.

Además, la Bahía de Santander ha sabido integrar la cultura y el arte en su entorno. El centro Botín, obra del arquitecto Renzo Piano, se levanta sobre el agua como una nave futurista que conecta la ciudad con la creatividad contemporánea. No muy lejos, el Anillo Cultural nos recuerda que Santander no solo mira al mar, sino también a su pasado, su literatura (con nombres como Pereda o Menéndez Pelayo), y su alma inquieta.

No se puede hablar de esta bahía sin mencionar su gastronomía, que resume a la perfección la riqueza de su entorno. Mariscos frescos, rabas (calamares fritos), bocartes, anchoas de Santoña, quesadas y sobaos pasiegos: sabores que no solo alimentan, sino que cuentan historias de marineros, valles verdes y tradiciones que resisten al paso del tiempo.

Visitar la Bahía de Santander es vivir una experiencia plural: un paseo entre olas y arquitectura, una conversación entre lo moderno y lo ancestral. Es un lugar que no busca deslumbrar con grandilocuencia, sino enamorar con detalles. Y cuando uno se despide de ella, desde la cubierta de un barco o desde un mirador al atardecer, se lleva consigo esa sensación de haber estado en un sitio donde el mar no es fondo, sino protagonista.

El Perelló: un rincón mediterráneo con alma de pueblo

Redacción (Madrid)

A orillas del mar Mediterráneo, escondido entre arrozales y dunas, se encuentra El Perelló, un pequeño pueblo costero que parece detenido en el tiempo, pero que vibra con la energía de quienes lo visitan cada verano. Ubicado en la provincia de Valencia y a tan solo unos minutos de la ciudad, El Perelló es mucho más que una playa: es un lugar donde la tradición, la naturaleza y la gastronomía se funden en una experiencia auténticamente valenciana.

Lo primero que llama la atención al llegar es su ambiente cercano y familiar. Nada que ver con los grandes destinos turísticos masificados. Aquí, el ritmo es más pausado. Las calles, muchas todavía con el sabor de lo antiguo, se llenan de vecinos saludándose por su nombre, pescadores remendando redes, y niños que juegan a la sombra de las palmeras. Pasear por su paseo marítimo, especialmente al atardecer, es uno de esos pequeños placeres que se quedan grabados en la memoria.

Pero si hay algo que realmente distingue a El Perelló, es su gastronomía. Con una ubicación privilegiada junto a la Albufera y el mar, el pueblo se convierte en un paraíso para los amantes del arroz. Aquí el arroz a banda y la paella no son solo platos típicos: son verdaderos rituales. En cualquier restaurante local —la mayoría regentados por familias de toda la vida— se puede saborear un arroz cocinado con mimo, acompañado por productos frescos del mar, como el langostino o el tellina. Y por supuesto, no puede faltar un buen all i pebre o unas clóchinas valencianas durante la temporada.

El Perelló también es naturaleza viva. A un paso se encuentra el Parque Natural de la Albufera, donde uno puede perderse entre cañas y barcas, escuchar el canto de las aves y disfrutar de puestas de sol que parecen sacadas de una pintura. Además, su cercanía al mar ofrece playas amplias y tranquilas, con arena fina y aguas poco profundas, ideales para familias con niños o para quienes buscan simplemente relajarse sin el bullicio de otros lugares más concurridos.

Durante el verano, el pueblo cobra vida con sus fiestas populares, en especial en agosto, cuando se celebran las fiestas patronales. Desfiles, música, paellas gigantes y actividades para todos hacen que la experiencia de El Perelló no se limite solo al turismo, sino que se convierta en una inmersión cultural completa.

En definitiva, El Perelló no es solo un lugar para veranear: es un destino que conquista por su sencillez, por su gente y por esa sensación de hogar que ofrece al viajero. Es de esos sitios que, una vez que los conoces, no puedes evitar recomendar… aunque parte de ti quiera guardarlo en secreto.

5 pueblos escondidos en la naturaleza para desconectar y descansar en España

Redacción (Madrid)

En un mundo cada vez más acelerado, con notificaciones constantes y rutinas interminables, la necesidad de desconectar no es un lujo, sino una urgencia. España, con su geografía diversa y su riqueza rural, ofrece rincones donde el tiempo parece haberse detenido. Son lugares donde el silencio no incomoda, sino que cura; donde la naturaleza abraza y la conexión digital pierde su sentido. Aquí presentamos cinco pueblos rodeados de naturaleza que invitan a apagar el móvil y redescubrir la calma.


Valverde de los Arroyos, en Guadalajara, es uno de los tesoros de la arquitectura negra de Castilla-La Mancha. Enclavado en la Sierra de Ayllón y rodeado de hayedos, este pequeño pueblo de casas de pizarra es punto de partida para subir al Pico Ocejón o visitar la impresionante Chorrera de Despeñalagua, una cascada que se precipita desde más de 100 metros. Sin cobertura móvil en muchas zonas, es el sitio ideal para caminar, respirar y no pensar demasiado.


En Bubión, uno de los pueblos blancos de la Alpujarra granadina, el rumor del agua y las vistas a Sierra Nevada reemplazan al ruido urbano. A más de 1.200 metros de altitud, sus empinadas callejuelas y terrazas escalonadas parecen suspendidas en el tiempo. Aquí, la vida fluye al ritmo de las estaciones y las caminatas por antiguos senderos moriscos se convierten en una forma de meditación.


Ancares, en Lugo, no es un solo pueblo, sino una comarca de aldeas perdidas entre montañas que rozan Galicia, León y Asturias. Uno de sus núcleos más pintorescos es Piornedo, conocido por conservar las tradicionales pallozas, construcciones de origen celta con tejados de paja. Aislado por la orografía y el tiempo, este rincón gallego ofrece cielos estrellados, silencio profundo y naturaleza virgen.


En el corazón del Alto Aragón, Alquézar se asienta sobre un promontorio rocoso dominado por una colegiata medieval. Rodeado por el Parque Natural de la Sierra y Cañones de Guara, es un paraíso para los amantes del senderismo y el barranquismo. Pero más allá del deporte, Alquézar invita a pasear sin prisa por calles empedradas y dejarse hipnotizar por los atardeceres sobre el río Vero.


La Hiruela, en Madrid, es la gran sorpresa a solo 100 kilómetros de la capital. Situado en la Sierra del Rincón —reserva de la biosfera— este minúsculo pueblo de apenas 70 habitantes mantiene intacta su arquitectura tradicional y su conexión con el bosque. Sin comercios de grandes cadenas ni cobertura perfecta, La Hiruela demuestra que no hace falta ir muy lejos para desconectar, solo saber hacia dónde mirar.


Destinos a los que huir del calor este verano, porque sudar no es un deporte olímpico

Redacción (Madrid)

Llega el verano y con él esa deliciosa sensación de estar viviendo dentro de un horno precalentado a 40 grados. Las calles arden, las sábanas se pegan, el aire acondicionado se convierte en un miembro más de la familia, y salir a la calle es como enfrentarse al último nivel de un videojuego sin vidas extra. Así que, si tú también has llegado al límite de tu relación tóxica con el calor, te presento algunos destinos donde huir, esconderte y fingir que el verano es un invento del hemisferio contrario.

En Galicia puedes encontrarte con todas las estaciones del año en el mismo día, y eso es una bendición. Mientras media España se derrite como helado barato, tú puedes pasear por Santiago de Compostela con chaquetita ligera y brisa fresca. Además, la lluvia ocasional te recuerda que el cielo aún tiene emociones. ¿Y el marisco? Te consuela de cualquier trauma térmico.

Si tu plan ideal de verano no incluye quemarte la planta del pie en la arena ni pelear por una sombrilla, vete al monte. En los Pirineos el agua de los ríos está tan fría que tus preocupaciones (y tu circulación) se detienen en seco. Senderismo, paisajes de postal y pueblos donde todavía no han oído hablar de las olas de calor. Magia.

Verde, fresco y lleno de sidra. En Asturias el calor es un rumor lejano. Puedes comer fabada sin miedo a combustionar, y si tienes suerte, hasta te llueve un poco. Ideal para usar por fin ese jersey de entretiempo que compraste en abril y pensabas que jamás estrenarías.

Sí, Teruel existe, y en sus zonas más elevadas incluso se atreve a desafiar al calendario. Valdelinares o Gúdar, por ejemplo, ofrecen una paz térmica solo comparable con la de una nevera bien surtida. Casi puedes ver tus pensamientos convertirse en vaho.

Si España entera parece una sartén, cruza fronteras. Letonia, Lituania, Polonia… tienen costas donde puedes mojar los pies sin riesgo de abrasión y sin gritar al contacto con el agua. Además, la playa allí es tan tranquila que podrías leer un libro sin escuchar un solo niño gritando por la playa. Ciencia ficción veraniega.

Este verano, escapa. Haz las maletas, apaga el ventilador y dirígete a esos lugares donde el sol no es un enemigo declarado. Porque sí, todos amamos el verano… hasta que recordamos lo que implica. Así que déjate de sufrir por postureo en la playa y busca un sitio donde no parezca que estás viviendo dentro de un microondas.