Redacción (Madrid)
Marrakech es una ciudad que seduce desde el primer instante con sus colores intensos, sus aromas especiados y su bulliciosa vida callejera. Fundada en el siglo XI, esta joya del sur de Marruecos ha sabido conservar su esencia histórica mientras se adapta a los nuevos tiempos, convirtiéndose en uno de los destinos más vibrantes y fascinantes del norte de África. Recorrer sus calles es como adentrarse en un universo paralelo, donde el pasado y el presente conviven en un mismo latido.

La Medina, el corazón amurallado de Marrakech, es un laberinto de callejuelas estrechas donde cada esquina revela un nuevo secreto: una fuente centenaria, un riad oculto tras una sencilla puerta de madera, un mercado de especias donde el tiempo parece detenido. La plaza Jemaa el-Fna es el epicentro de esta vida inagotable, una explanada que cobra vida al atardecer con cuentacuentos, músicos, acróbatas y puestos de comida que embriagan los sentidos.

Más allá del bullicio, los jardines de Marrakech ofrecen un remanso de paz. El Jardín Majorelle, creado por el artista francés Jacques Majorelle y posteriormente rescatado por Yves Saint Laurent, es un refugio de azul intenso y vegetación exuberante. También los jardines de la Menara, con sus olivos centenarios y su estanque reflejando las montañas del Atlas en días claros, proporcionan una visión serena de la ciudad que contrasta con el frenesí de la Medina.

La arquitectura de Marrakech es un testimonio del arte andalusí y árabe en su máxima expresión. La Koutoubia, con su imponente minarete de 77 metros de altura, domina el horizonte y sirve de faro para los visitantes. Las tumbas saadíes, redescubiertas en el siglo XX, revelan la sofisticación artística de un pasado glorioso, mientras que el Palacio de la Bahía, con sus patios adornados de mosaicos y madera tallada, invita a imaginar la vida en tiempos de sultanes y visires.

No se puede hablar de Marrakech sin mencionar su gastronomía, un festín para el paladar. Desde los tajines humeantes de cordero y ciruelas hasta el cuscús de verduras cocinado lentamente, la cocina marroquí es un reflejo de su historia y su mezcla de culturas. En los zocos o en los riads convertidos en restaurantes, la experiencia culinaria se convierte en otro viaje dentro del viaje, donde el té de menta y los dulces de miel ponen el broche final a cada comida.

Visitar Marrakech es, en definitiva, sumergirse en una ciudad que no se entrega de inmediato, que se revela poco a poco a quienes están dispuestos a perderse en su ritmo, a dejarse llevar por sus aromas y sus voces. Es una ciudad que permanece en la memoria, impregnada de luz, de misterio y de una hospitalidad que trasciende idiomas y fronteras.