Descubriendo Hollókő, el tesoro medieval de Hungría


Redacción (Madrid)
En el corazón de los montes Cserhát, a tan solo 100 kilómetros al noreste de Budapest, se encuentra Hollókő, un pintoresco pueblo húngaro que parece detenido en el tiempo. Declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1987, este enclave no es solo un museo al aire libre, sino una comunidad viva que conserva con orgullo sus raíces palóc, una subcultura étnica húngara con fuerte tradición rural. Con sus calles empedradas, casas de adobe encaladas y tejados de madera oscura, Hollókő ofrece una ventana al pasado, donde la vida rural del siglo XIX aún respira entre sus muros.


Lo que distingue a Hollókő de otros pueblos tradicionales es su compromiso con la autenticidad. Las cerca de cincuenta casas que conforman el casco histórico siguen habitadas y cuidadosamente mantenidas conforme a las técnicas tradicionales. En ellas, los visitantes pueden encontrar talleres de bordado, panaderías que utilizan hornos de leña y pequeñas exposiciones que relatan la historia del pueblo y su gente. Todo está impregnado de una voluntad férrea por preservar lo propio, no como escaparate turístico, sino como forma de vida.


En lo alto de una colina, las ruinas del castillo de Hollókő vigilan el valle desde hace siglos. Construido en el siglo XIII para proteger la región de las invasiones mongolas, el castillo ofrece hoy unas vistas espectaculares del paisaje circundante. Cada primavera, el lugar cobra vida durante el festival de Pascua, donde los lugareños, vestidos con trajes típicos, recrean costumbres ancestrales como el «rociado» —una tradición en la que los hombres echan agua perfumada a las mujeres como símbolo de fertilidad y buena fortuna.


Más allá de su valor histórico y cultural, Hollókő representa un ejemplo admirable de desarrollo sostenible. El pueblo ha sabido equilibrar el turismo con la preservación, evitando la sobreexplotación que ha arrasado con otros destinos patrimoniales. Gracias a proyectos comunitarios y ayudas del gobierno húngaro, se ha fomentado el turismo responsable, atrayendo a visitantes interesados en la autenticidad, la artesanía y la vida rural sin alterar la esencia del lugar.


Visitar Hollókő no es solo hacer turismo, es viajar en el tiempo. Es escuchar el crujido de la madera bajo los pies, el eco de antiguas canciones palóc entre los muros de piedra, y el aroma del pan recién horneado que sale de una cocina centenaria. En un mundo donde lo tradicional parece desvanecerse, este rincón de Hungría ofrece una lección de identidad, resistencia y belleza. Un verdadero tesoro que no solo merece ser visitado, sino también protegido.


Isla Holbox: El paraíso escondido de México que aún conserva su alma salvaje

Redacción (Madrid)

Isla Holbox, México – En una era donde el turismo masivo ha transformado muchas joyas naturales en parques temáticos disfrazados de destinos exóticos, la Isla Holbox se mantiene como una excepción casi milagrosa. Ubicada al norte de la península de Yucatán, este pequeño rincón del Caribe mexicano parece haber encontrado la fórmula para conservar su esencia: desconectarse para reconectar.

A solo unas horas de Cancún —uno de los destinos turísticos más concurridos de América Latina— Holbox (se pronuncia Hol-bosh) es sorprendentemente desconocida para muchos viajeros internacionales. Y quizá ese anonimato relativo es lo que ha salvado a la isla de perder su alma.

Una isla sin coches, pero llena de vida

No hay autos en Holbox. La arena sirve como calle, y los carritos de golf reemplazan a los vehículos. El ritmo de vida se desacelera de inmediato. Los visitantes, a menudo descalzos, se deslizan entre playas vírgenes, palmeras inclinadas por el viento y restaurantes de techo de palma que sirven ceviches recién preparados y cócteles con mezcal.

La isla forma parte de la Reserva de la Biosfera Yum Balam, una zona protegida que alberga una rica biodiversidad: flamencos rosados, pelícanos, cocodrilos, y entre junio y septiembre, el majestuoso tiburón ballena. Este gigante marino, el pez más grande del mundo, se puede ver nadando pacíficamente en las aguas cálidas alrededor de la isla, ofreciendo a los visitantes una experiencia inolvidable de nado controlado.

Luces en la oscuridad: el fenómeno de la bioluminiscencia

Uno de los espectáculos naturales más mágicos de Holbox ocurre cuando el sol se ha puesto y la oscuridad se instala. En algunas playas, el agua brilla con una luz azulada cuando se agita, gracias a un fenómeno conocido como bioluminiscencia. Pequeños organismos marinos emiten luz como mecanismo de defensa, creando un espectáculo que parece sacado de una película de ciencia ficción.

Turismo sostenible y amenazas latentes

Holbox ha sido elogiada por su compromiso con un turismo más consciente. La mayoría de los hoteles son pequeños y de construcción rústica, respetando la arquitectura local. Muchos negocios promueven prácticas sostenibles, desde el uso de energía solar hasta el manejo responsable del agua y los residuos.

Sin embargo, el equilibrio es frágil. En los últimos años, el crecimiento desordenado y los problemas de infraestructura —particularmente en temporadas altas— han generado preocupación entre ambientalistas y habitantes locales. La presión inmobiliaria y los intereses turísticos amenazan con romper el delicado pacto entre desarrollo y conservación.

Un refugio para el alma

Para quienes logran llegar a Holbox, el premio es doble: no solo encuentran playas paradisíacas y naturaleza en estado puro, sino también un refugio contra el ruido constante del mundo moderno. Sin grandes cadenas hoteleras ni centros comerciales, Holbox invita a mirar al horizonte, a escuchar el silencio y a recordar que la verdadera riqueza está, a menudo, en lo simple.

El encanto oculto de Viscri, el corazón rural de Rumanía

Redacción (Madrid)

Ubicado en el corazón de Transilvania, Viscri es un pequeño pueblo rumano que parece haberse detenido en el tiempo. Con apenas unos cientos de habitantes, sus casas de colores pastel, calles empedradas y colinas verdes han cautivado tanto a locales como a visitantes. Este rincón apartado del mundo ha ganado notoriedad en los últimos años gracias a la atención del rey Carlos III del Reino Unido, quien adquirió y restauró una propiedad en el lugar, impulsando así el turismo sostenible y la conservación del patrimonio.


La joya del pueblo es, sin duda, su iglesia fortificada, una construcción sajona del siglo XII que forma parte del patrimonio mundial de la UNESCO. Esta estructura imponente, rodeada por gruesos muros defensivos, fue clave para proteger a los habitantes durante siglos de invasiones otomanas. Hoy, se mantiene impecable y funciona como un museo viviente, testimonio del legado sajón que aún persiste en la región.


Más allá de su arquitectura, Viscri es un ejemplo de cómo las comunidades rurales pueden preservar sus tradiciones sin renunciar al desarrollo. Los habitantes siguen dedicándose a la agricultura, la elaboración de productos artesanales y la ganadería, mientras cooperan con fundaciones que promueven el ecoturismo. Muchos visitantes optan por alojarse en casas tradicionales convertidas en pensiones, donde se sirven comidas caseras a base de ingredientes locales.


La vida en Viscri transcurre con una calma que contrasta con el ritmo acelerado de las ciudades. No hay grandes comercios, ni supermercados, ni tráfico; solo el sonido de las campanas de la iglesia, el paso de algún carro tirado por caballos y el saludo amable de sus vecinos. Esta autenticidad ha hecho del pueblo un refugio para viajeros que buscan experiencias genuinas, lejos de los circuitos turísticos convencionales.


A medida que más personas descubren este rincón encantador de Rumanía, surge también el desafío de mantener intacto su carácter. Las autoridades locales, en colaboración con organizaciones internacionales, trabajan para equilibrar el crecimiento turístico con la preservación cultural y ambiental. Viscri no es solo un destino, sino un modelo vivo de cómo la historia, la naturaleza y la comunidad pueden convivir en armonía.


Tras las huellas del Western: Un viaje turístico por los escenarios del Lejano Oeste en Estados Unidos

Redacción (Madrid)

Viajar a los escenarios del western en Estados Unidos es más que una ruta por lugares de película: es una inmersión en el imaginario colectivo de una nación, un recorrido visual por paisajes que definieron el cine clásico y las narrativas del héroe solitario, la frontera y la ley del más fuerte. De Monument Valley a Tombstone, el desierto americano conserva la épica visual que transformó simples parajes naturales en auténticos templos del cine.

Uno de los puntos clave es Monument Valley, en la frontera entre Utah y Arizona. Sus formaciones rocosas, esculpidas por el viento y el tiempo, se alzan como catedrales naturales. Este escenario se convirtió en icono gracias a John Ford, quien lo usó repetidamente en películas como La diligencia (1939) y Centauros del desierto (1956). Hoy, los visitantes pueden recorrer la zona en coche, a pie o acompañados por guías navajos, descubriendo no solo el cine, sino también la historia indígena del territorio.

Otro lugar esencial es Tombstone, Arizona, un pueblo donde el tiempo parece haberse detenido en 1881. Aquí ocurrió el famoso tiroteo en el O.K. Corral, y la localidad conserva su estética de saloons, caballos y duelos al sol. Las recreaciones históricas y museos convierten la ciudad en un parque temático del Viejo Oeste, ideal para los amantes del western clásico.

En New Mexico, el desierto de White Sands y los alrededores de Santa Fe han sido usados para decenas de películas y series, desde westerns hasta adaptaciones modernas del género. Estudios de cine como Bonanza Creek Ranch todavía acogen rodajes, y ofrecen visitas guiadas a quienes desean ver decorados originales en plena naturaleza.

El oeste de Texas, con pueblos como Marfa y El Paso, también ha sido protagonista silencioso de innumerables producciones. Allí, los horizontes interminables, los caminos polvorientos y las viejas estaciones de tren se transforman en escenarios perfectos para la nostalgia del western crepuscular.

Recorrer los escenarios del western es, en el fondo, una forma de revivir una mitología visual profundamente enraizada en la cultura estadounidense. Es ver cómo el paisaje natural se convirtió en personaje y cómo aún hoy, sin cámaras ni actores, esos lugares siguen proyectando su propia historia. Un turismo para amantes del cine, de la historia, y de los grandes horizontes.

Cine bajo las estrellas en Cabo de Gata: Un viaje entre la naturaleza y la gran pantalla

Redacción (Madrid)

En la punta más oriental de Andalucía, donde el desierto se funde con el Mediterráneo y la noche cae con un silencio cósmico, el Parque Natural de Cabo de Gata se convierte cada verano en un escenario inigualable: el del cine bajo las estrellas. Más que una simple actividad cultural, estas proyecciones al aire libre son una experiencia sensorial única que une paisaje, arte y comunidad.

Imagínese ver una película rodeado de dunas, acantilados y chumberas, mientras la brisa marina acaricia la piel y el cielo estrellado parece un techo sin fin. No hay salas cerradas, ni alfombras rojas: aquí, el espectáculo se vive desde una toalla en la arena o una silla plegable bajo la luna. Desde clásicos del cine hasta documentales sobre el entorno natural, la programación busca dialogar con el espacio y sus habitantes.

Además, este tipo de eventos refuerzan la conexión entre turismo sostenible y cultura. Promueven un tipo de ocio respetuoso con el medio ambiente, donde el protagonismo lo tienen tanto la pantalla como el entorno natural que la rodea. Las playas de Los Escullos, San José o Rodalquilar se transforman, por unas horas, en cines naturales donde el sonido de las olas se mezcla con los diálogos de la película.

El cine bajo las estrellas en Cabo de Gata también tiene un componente social. Reúne a locales y visitantes en una experiencia compartida, sencilla y mágica. Es cine sin artificios, pero con toda la emoción intacta. Es volver al ritual colectivo de mirar juntos, de emocionarse en comunidad, de vivir el cine como una celebración popular.

Para quienes buscan una forma distinta de viajar, de conocer un lugar no solo por sus paisajes sino también por cómo se vive, esta propuesta cultural es una joya escondida del verano andaluz. Porque en Cabo de Gata, incluso el cine parece más real bajo el cielo abierto.

El Hermitage de Rusia, viaje al corazón del arte imperial

Redacción (Madrid)

Visitar el Hermitage no es simplemente entrar en un museo: es adentrarse en la historia viva de un imperio, en el esplendor del arte europeo y en la grandeza arquitectónica que define a San Petersburgo. Situado a orillas del río Neva, este inmenso complejo, fundado en 1764 por la emperatriz Catalina la Grande, es hoy uno de los museos más importantes y visitados del mundo.

El Hermitage no solo deslumbra por su colección —más de tres millones de piezas que abarcan desde el Antiguo Egipto hasta el arte contemporáneo— sino también por el palacio que lo alberga. El Palacio de Invierno, antigua residencia de los zares, es un monumento en sí mismo: techos ornamentados, salones dorados, escalinatas de mármol y una belleza escénica que convierte cada paso en un viaje sensorial.

Desde obras de Da Vinci, Rembrandt, Goya o Picasso, hasta joyas decorativas y tapices históricos, cada sala revela un fragmento de la historia del gusto, el poder y la sensibilidad artística de Europa y Rusia. Pero también, el Hermitage es símbolo de resiliencia: sobrevivió guerras, revoluciones y siglos de cambios, transformándose en un emblema cultural accesible para todo el mundo.

Un paseo por el Hermitage es un recorrido que abarca siglos y continentes. Sus pasillos, majestuosos y casi infinitos, hacen que incluso el visitante más desprevenido se sienta parte de un relato épico. Además, la experiencia va más allá de lo museístico: en verano, la luz del norte baña las fachadas pastel del complejo; en invierno, la nieve convierte al Hermitage en un escenario de novela rusa.

Hoy, con su presencia imponente en el centro de San Petersburgo, el Hermitage no solo preserva el arte universal, sino que sigue cumpliendo su función original: asombrar, educar y emocionar. Para el viajero cultural, es una parada obligatoria. Para el amante del arte, es un templo. Y para todos, es una ventana al alma artística de Rusia y al legado profundo de una Europa que aún late entre columnas, lienzos y salones de otro tiempo.

Las Islas del Mar Jónico: Un viaje entre mitología, aguas turquesas y encanto mediterráneo

Redacción (Madrid)

Viajar a las islas del mar Jónico es sumergirse en un Mediterráneo más íntimo y legendario. Situadas en la costa occidental de Grecia, estas islas —entre ellas Corfú, Cefalonia, Ítaca, Zante, Lefkada, Paxos y Kythira— ofrecen una experiencia turística rica en contrastes: playas de aguas cristalinas, montañas cubiertas de olivos, arquitectura veneciana y una cultura marcada por siglos de historia y mezcla de influencias.

Corfú, la más cosmopolita, combina palacios neoclásicos, fortalezas venecianas y callejuelas donde el tiempo parece haberse detenido. Su capital, Kerkyra, es Patrimonio de la Humanidad y un destino ideal para quienes buscan historia y sofisticación. Más al sur, Cefalonia y Lefkada deslumbran por sus playas dramáticas, como Myrtos o Porto Katsiki, donde el mar adquiere tonalidades imposibles de azul.

Ítaca, tierra de Ulises, es perfecta para viajeros literarios y contemplativos. Sus paisajes tranquilos, pueblos pequeños y rutas de senderismo permiten conectar con una Grecia más silenciosa y esencial. Zante (Zakynthos), por otro lado, atrae a quienes buscan una combinación entre belleza natural y vida nocturna, con lugares icónicos como la playa del Naufragio y cuevas marinas que parecen sacadas de otro mundo.

Más pequeñas, Paxos y Antipaxos son joyas escondidas, ideales para explorar en velero o en escapadas románticas. La transparencia de sus aguas y la tranquilidad de sus calas las convierten en un refugio para quienes huyen del turismo masivo.

Además de sus paisajes, las islas jónicas ofrecen una gastronomía sabrosa y generosa: pescados frescos, aceite de oliva local, vinos aromáticos y dulces tradicionales que hablan del cruce de culturas (griega, veneciana, otomana) que han dejado huella en cada puerto, en cada iglesia, en cada fiesta.

En conjunto, las islas del mar Jónico son un viaje sensorial y emocional. Invitan a la pausa, al descubrimiento pausado, a perderse entre olivos centenarios y leyendas homéricas. Un destino que mezcla mar y memoria, ideal tanto para aventureros como para quienes buscan simplemente contemplar la belleza del mundo desde una terraza con vistas infinitas al azul.

Georgia: Entre montañas, vino y hospitalidad ancestral

Redacción (Madrid)

Ubicada en la encrucijada entre Europa y Asia, Georgia es uno de esos destinos que sorprenden sin necesidad de grandes artificios. Con una historia milenaria, una cultura vibrante y paisajes que oscilan entre las cumbres nevadas del Cáucaso y las suaves colinas vinícolas de Kajetia, este pequeño país del Cáucaso se ha convertido en uno de los secretos mejor guardados del turismo global. Y quien lo descubre, rara vez lo olvida.

Tiflis, la capital, es el primer impacto: una ciudad marcada por sus contrastes. Callejones medievales conviven con arquitectura art nouveau, iglesias ortodoxas, sinagogas y mezquitas, y baños sulfurosos bajo cúpulas orientales. Pero más allá del trazado urbano, lo que enamora es su gente: los georgianos son hospitalarios por convicción cultural, y es común que un desconocido te invite a su casa a compartir vino y khachapuri (el tradicional pan con queso).

A nivel paisajístico, Georgia lo tiene todo: las montañas de Svaneti con sus torres defensivas; los monasterios excavados en roca como Vardzia o David Gareja; los valles verdes donde se produce vino con métodos que datan de hace 8.000 años, considerados los más antiguos del mundo. La región de Kajetia, en particular, es el paraíso del enoturismo, donde las bodegas familiares ofrecen degustaciones que son auténticas celebraciones.

También están sus playas en el mar Negro, como Batumi, con su arquitectura moderna y vida nocturna, que contrasta con los pueblos rurales donde el tiempo parece haberse detenido. Georgia ofrece una experiencia completa: espiritual en sus iglesias milenarias, épica en sus senderos montañosos, y sensorial en su comida especiada y su vino ámbar.

Viajar a Georgia no es solo recorrer un país, sino abrir una puerta a una historia profunda, a una cultura única marcada por el cruce de imperios, y a una forma de vivir donde la generosidad no es excepción, sino norma. Un destino ideal para el viajero curioso, amante de la naturaleza, la historia y los placeres sencillos pero memorables. Georgia no grita para atraer turismo: sus encantos susurran, y quien los escucha, queda marcado para siempre.

Los 5 pueblos perdidos de República Dominicana: testigos silenciosos del olvido

Redacción (Madrid)

República Dominicana, reconocida por sus playas paradisíacas, su música vibrante y su hospitalidad inigualable, también es tierra de historias que se desvanecen con el tiempo. Más allá de los destinos turísticos y las grandes ciudades, existen lugares que alguna vez florecieron y hoy yacen en el abandono, atrapados entre la nostalgia y el silencio. Estos son cinco de los llamados “pueblos perdidos” del país: fragmentos de la historia nacional que resisten la desaparición total.

1. El Derrumbao (San Juan de la Maguana)

Ubicado a pocos kilómetros del embalse de Sabaneta, El Derrumbao fue una comunidad agrícola activa durante la primera mitad del siglo XX. Su nombre proviene de un deslizamiento de tierra que, según relatos locales, sepultó parte del caserío tras intensas lluvias en los años 40. La construcción de la presa en la década de los 70 obligó al reasentamiento de muchas familias, dejando el lugar como un caserío fantasma. Hoy, ruinas de casas de madera y huellas de caminos polvorientos son todo lo que queda.

2. Bajo Yuna Viejo (Duarte)

Las crecidas del río Yuna durante las décadas de los 60 y 70 forzaron el abandono de este pequeño poblado agrícola, que alguna vez fue un punto neurálgico para el cultivo de arroz. Sus habitantes fueron reubicados tierra adentro, y lo que antes era una comunidad floreciente es ahora un terreno fangoso, cubierto de cañaverales y pantanos. Los pocos que regresan, lo hacen solo para contar historias o rendir homenaje a sus ancestros.

3. La Cucarita (Monte Cristi)

Un pueblo cuyo nombre curiosamente contrasta con su belleza natural. La Cucarita fue fundado a principios del siglo XX por pescadores y comerciantes, y creció con la esperanza de ser un enclave productivo en la línea noroeste. Pero el aislamiento geográfico y la falta de infraestructura lo condenaron al olvido. En la actualidad, solo un par de casas semiderruidas y un cementerio invadido por maleza dan fe de que allí vivió gente.

4. Sabana Clara (Elías Piña)

Enclavado entre las montañas que dividen a Dominicana de Haití, Sabana Clara fue en su tiempo un refugio de campesinos y contrabandistas. Las tensiones en la frontera, la falta de servicios básicos y la migración forzada convirtieron al pueblo en un recuerdo. Hoy es difícil encontrarlo en un mapa; sin embargo, aún se escuchan historias de tesoros escondidos y encuentros místicos narradas por los más viejos de la zona.

5. El Naranjal (Peravia)

Este poblado, ubicado cerca de las faldas de la Sierra de Ocoa, fue destruido casi en su totalidad por un incendio forestal en los años 80, supuestamente originado por una quema agrícola mal controlada. El fuego devoró casas, cultivos y esperanzas. Aunque algunos intentaron reconstruirlo, la falta de apoyo gubernamental y el miedo a nuevos incendios llevaron a su abandono definitivo. Hoy, la naturaleza ha reclamado el espacio: el monte ha cubierto lo que fueron calles y patios.

Más que ruinas: memoria y advertencia

Estos pueblos perdidos no son solo vestigios físicos, sino advertencias silenciosas sobre el abandono rural, los efectos del cambio climático, y la fragilidad de las comunidades ante la desatención del Estado. Cada uno cuenta una historia de resistencia, tragedia y migración. Son, en muchos sentidos, cápsulas del tiempo que merecen ser escuchadas antes de desaparecer por completo.

Los sorprendentes ingredientes endémicos que hacen única la gastronomía tradicional del estado de Guanajuato

Por Polo Sánchez-Valle

El estado de Guanajuato, corazón cultural y culinario de México, es hogar de una sorprendente variedad de ingredientes endémicos que han dado forma a su gastronomía tradicional a lo largo de los siglos. Más allá de su sabor, estos elementos naturales poseen propiedades curativas, historia ancestral y, en algunos casos, significados esotéricos transmitidos por generaciones.

A continuación, algunos de los ingredientes que hacen única la cocina guanajuatense:

1. Xoconostle (Opuntia joconostle)

El equilibrio entre acidez, nutrición y tradición.

El xoconostle, fruto de una variedad específica de nopal (planta cactácea en forma de pala), ha sido utilizado por los pueblos otomíes y chichimecas desde tiempos prehispánicos. A diferencia de la tuna (higo chumbo), su sabor es más ácido y su piel más firme. Se utiliza para dar un toque agrio a caldos como el tradicional mole de olla. Es rico en vitamina C, fibra soluble y antioxidantes, lo que lo convierte en un excelente aliado contra la diabetes y el colesterol. Según creencias populares, se le atribuían propiedades protectoras contra «malas energías» al colocarlo cerca de las puertas del hogar.

2. Quelites (mezcla de hojas comestibles silvestres)

Los verdes olvidados que curan y nutren.

Los quelites como la verdolaga, el quintonil y el pápalo son recolectados de manera silvestre en los campos de Guanajuato. Eran consumidos ya por los mexicas y otomíes como parte esencial de su dieta. Estas hojas son fuente de hierro, calcio y clorofila, y se preparan en guisos, tamales o simplemente salteados. Curiosamente, algunos de estos quelites se consideran afrodisíacos naturales en la medicina tradicional.

3. Chile pasilla

Un chile oscuro con historia de resistencia.

Utilizado principalmente en el norte del estado de Guanajuato, este chile seco, oscuro y de sabor profundo, es fundamental en la elaboración de moles y adobos. Se cultiva en el semi-desierto bajo técnicas tradicionales que han pasado de generación en generación. Su capsaicina favorece la circulación sanguínea, y antiguamente se utilizaba en sahumerios para «limpiar el aire» antes de una ceremonia.

4. Maguey y sus derivados (Agave spp.)

La planta sagrada que lo da todo.

Del maguey se obtienen desde el aguamiel hasta la penca para envolver barbacoa. En Guanajuato, el uso del maguey está documentado desde la época prehispánica y es considerado símbolo de vida y abundancia. Su savia fermentada da origen al pulque, bebida ritual en muchas culturas indígenas. El aguamiel es un probiótico natural, mientras que la inulina del agave ayuda al sistema digestivo y al control de peso.

5. Pepita de calabaza criolla

Semilla de poder, nutrición y protección espiritual.

En pueblos guanajuatenses como Apaseo el Alto y Tarimoro, la pepita de calabaza se utiliza tanto en dulces como en salsas (como el tradicional pipián). Rica en zinc, omega-3 y magnesio, es considerada un superalimento. En rituales antiguos se usaba como amuleto de abundancia, y en algunas comunidades rurales aún se cree que comer pepitas protege contra «el mal de ojo».

Gracias al conocimiento milenario de las cocineras tradicionales de Guanajuato, estos ingredientes no solo sobreviven, sino que florecen en las mesas contemporáneas, siendo redescubiertos por chefs, nutricionistas y viajeros de todo el mundo. La cocina de Guanajuato no es solo un arte culinario: es una expresión viva de identidad, salud y espiritualidad.

Guanajuato, designado Capital Iberoamericana de la Gastronomía en 2015, continúa atrayendo a viajeros y amantes de la cocina en busca de experiencias auténticas, sostenibles y profundamente mexicanas.