
Por Tamara Cotero
Llegamos a Tres Raíces paraguas en mano, esperando lluvia y sin saber que, en realidad, estábamos entrando en una coreografía perfecta de luz, arquitectura y aroma. Frente a nosotros, como un escenario dispuesto al detalle, la bodega se alzaba con una simetría que no parecía casual. Todo, desde la curva de los caminos hasta la textura del concreto, parecía diseñado para ser descubierto más que simplemente visto.

La entrada nos condujo directamente al corazón del enigma: un viñedo esculpido sobre el altiplano guanajuatense, donde el clima y la tierra han sido domados con paciencia matemática. El primer misterio era su mirador, suspendido sobre una planicie de verde exactitud, que ofrecía una vista casi irreal: líneas de vides trazadas como una ecuación viva. No era solo un paisaje; era un mensaje visual. Un manifiesto.
Las instalaciones, ocultas bajo una piel de elegancia sobria, nos llevaron por salas donde el acero inoxidable convivía con barricas de roble francés en pasillos perfectamente iluminados. Todo allí parecía hablar en voz baja de precisión y ambición: la temperatura, la humedad, la acústica. No era una simple bodega. Era un santuario. Un lugar donde el vino no se produce, se custodia.
Y como toda obra bien construida, tenía su símbolo central: el restaurante Terruño, situado estratégicamente en la terraza. Allí, mientras el cielo aún amenazaba tormenta, los aromas de la cocina comenzaron a desplazarse como un presagio amable. Pero el sol —caprichoso, narrador oculto de la jornada— rompió entre las nubes justo cuando las copas tocaron la mesa. Una señal. El inicio de algo.

Hicimos una cata de tres vinos guiada por un sommelier que más que explicar, decodificaba. Cada sorbo tenía una lógica, una historia secreta que se revelaba en boca: primero un blanco ligero como una puerta que se abre, luego un rosado elegante que hablaba de equilibrio, y por último un tinto de estructura firme, como un cierre que deja huella.
Más adelante, accedimos a su hotel boutique. No era un hotel, era un mapa privado de sensaciones. Dieciséis cabañas independientes, cada una con diseño propio, detalles de lujo, privacidad de novela. Y en el centro, una capilla blanca, simple, impecable. El símbolo de todo. Lugar de ceremonias, de votos, de revelaciones.
Pero nada, absolutamente nada, nos preparó para lo que vino al final.
Allí, en la terraza, entre risas, brindis y una cocina que hablaba el idioma del campo con técnica de ciudad, nuestros amigos nos regalaron un momento irrepetible: la celebración de nuestro aniversario. Flores, una tarta traída como un secreto, palabras justas, sin ensayo. Fue como si el lugar mismo hubiera escrito el guion.
San Miguel quedó atrás, y la lluvia nunca llegó. Porque en Tres Raíces, incluso el clima parece obedecer al diseño.
