
Por David Agüera
El pueblo nos recibió lloviendo, como si el cielo mismo hubiera querido sumarse al lamento eterno de las rancheras. Esa lluvia no era un inconveniente: era un himno, una bienvenida, una forma muy mexicana —profundamente literaria— de dar la mano mojada al forastero. Dolores Hidalgo, cuna de la independencia, pero más aún, cuna de José Alfredo Jiménez, nos abrió sus calles empedradas como se abren los libros de los viejos cantores: con nostalgia, con tequila y con algo de tristeza indómita.

Pasamos la mañana caminando entre charcos y versos, ataviados como manda el respeto: sombreros húmedos, botas embarradas y un silencio reverente. El primer destino fue la tumba del inmenso José Alfredo, bajo una lluvia fina que parecía cantarle al oído: “No vale nada la vida, la vida no vale nada…” Allí, entre flores marchitas y turistas discretos, uno entiende que hay muertos que no descansan nunca porque los seguimos necesitando vivos.
Dolores se deja andar como un corrido. La iglesia, solemne y vieja, tiene un eco distinto cuando llueve. Cada campanada parece narrar la historia de un país que decidió levantarse y cantar su libertad entre sangre y guitarras. La plaza —esa plaza mexicana que lo contiene todo: política, misa y romance— nos recibió con vendedores de sombreros, de milagritos, de tiempo detenido.
Pero fue en la casa-museo de José Alfredo Jiménez donde el viaje tomó la densidad emocional de un bolero en ruinas. Aquel caserón de infancia, reconvertido en altar cultural, es un territorio sagrado donde las paredes hablan. Allí están las voces eternas: Armando Manzanero afinando el alma, Chavela Vargas con su poncho y su whisky, y, cómo no, Joaquín Sabina, el español más mexicano de todos. Sabina flota en esas salas como un fantasma alegre: el amigo de José Alfredo que llegó tarde, pero que se quedó a dormir en sus canciones.

Todo está impregnado de una devoción sin aspavientos, de un cariño popular que no necesita solemnidades. José Alfredo no es una estatua: es un vecino que aún canta en cada bocina, en cada borracho triste, en cada mujer que recuerda entre sorbo y suspiro.
La última parada fue dulce, literal y metafórica: La Flor de Dolores Hidalgo, templo del pecado frío. Allí, entre nieves de sabores imposibles —tequila, garrambullo, taro— comprendimos que en México el paladar también canta. Hay nieves que son poemas. El sabor a garrambullo, por ejemplo, tiene la aspereza de los amores no correspondidos. La de tequila es lo que imagino debe saber un adiós dicho entre compadres. Y la de taro… bueno, esa sabe a algo que no se puede contar sin música de fondo.
Salimos con la ropa húmeda, el corazón lleno y la certeza de que hay lugares donde uno no visita: es visitado. Dolores Hidalgo nos miró partir como miran los pueblos sabios: sin prisa, sin pena, sabiendo que quien llega mojado y se va con canciones, regresa siempre.
