Por Tamara Cotero

Llegamos con frío, niebla y ese ambiente mágico de un lugar lleno de historia. El camino serpenteante que sube al Cerro del Cubilete se nos ofrecía como un acto de fe en sí mismo: un ascenso entre nubes que parecían guardar secretos de siglos pasados. El viento silbaba con la voz de los peregrinos que una vez subieron a pie, con velas en mano y esperanza en el pecho.

A lo lejos, la figura de Cristo Rey emergía entre la neblina como un guardián eterno, abrazando con los brazos abiertos la vastedad del Bajío. Era como si el tiempo se detuviera y la montaña —tan majestuosa como silenciosa— nos susurrara leyendas que sólo el alma puede escuchar. Ahí, el pasado no duerme: respira en las piedras, en el aliento helado del aire, en los ecos de las oraciones que aún resuenan entre las rocas.

El monumento, de más de veinte metros de altura, se yergue no sólo como obra arquitectónica, sino como testimonio de un pueblo que no olvida. Fue destruido una vez, cuando la fe se volvió rebelión, y reconstruido después con más fuerza, como un acto de resistencia amorosa. Las alas de los ángeles que custodian al Cristo no están hechas sólo de bronce, sino de devoción y coraje.

Adentro, la capilla circular nos acogió con una paz que parecía derramarse desde lo alto. El sol, tímido pero presente, se colaba por los vitrales y dibujaba colores sobre los rostros de los visitantes, algunos con lágrimas silenciosas, otros con sonrisas de gratitud. Había algo profundamente humano en ese instante: la mezcla de lo sagrado y lo cotidiano, del silencio y la plegaria.

Fuera, las nubes jugaban con la montaña, cubriendo y descubriendo el paisaje como si tejieran un telón entre el mundo terrenal y el divino. Y mientras descendíamos de nuevo, con el corazón más ligero y el alma un poco más llena, supe que Cristo Rey no es sólo un destino turístico, sino una experiencia íntima, una conversación entre el cielo y quienes se atreven a escucharlo.

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