Por Tamara Cotero

Descubrí Dulcería La Catrina por accidente, que es como se descubren las cosas que valen la pena. Iba bajando desde la Universidad de Guanajuato, con los pies algo cansados y el alma medio abierta después de una caminata larga por túneles, plazuelas y callejones que no piden permiso para atraparte. Y de pronto: colores, aromas, algo familiar que no sabía que necesitaba.

La fachada es discreta, pero algo en el aire te «jala» hacia adentro. Puede ser el olor a guayaba cocida, a nuez recién partida, o el cartel que reza con orgullo: Desde 1995. Casi treinta años. Y lo notas, aunque no te lo digan. No es una tienda nueva que copia lo tradicional. Es una tienda tradicional que ha aprendido a no envejecer.

Adentro hay un orden vivo. Todo está perfectamente dispuesto, pero no parece una tienda de escaparate, sino una de esas casas donde te sientes invitado aunque nadie te haya llamado. Lo primero que me ofrecieron fue una charamusca en forma de momia. Y ahí ya estaba convencida. Porque eso no es un dulce. Es un guiño. Es identidad.

Los productos son un homenaje a México y a sus dulces maneras de contar historias:
– Las cocadas tienen ese punto exacto entre lo crujiente y lo meloso.
– El ate con queso lo puedes probar ahí mismo, y nadie te mira raro si quieres repetir.
– Las nueces garapiñadas son una trampa dulce que no puedes parar de masticar.
– El rompope artesanal, ese que viene en botellitas de vidrio con tapa de tela, sabe a sobremesa de abuela.
– Y las mermeladas de frutas con mezcal, sí, con mezcal, son para quienes no tienen miedo de mezclar.

Pero lo mejor —y esto no se puede fingir— es el ambiente. El lugar está lleno de catrinas: coloridas, divertidas, elegantes, como si fueran las dueñas del espacio y nos recordaran que hay que reírse incluso de lo que asusta. Y se respira algo que escasea: honestidad. Nadie intenta venderte algo con discursos vacíos. Te lo ofrecen con una sonrisa, te lo dejan probar, y si te gusta, lo compras. Si no, igual te despiden con amabilidad.

El servicio es cálido y sin exageraciones. La mujer que me atendió me habló como quien conoce lo que vende y lo respeta. Me dijo: “Pruébelo, no se compromete a nada”. Y eso vale más que cualquier promoción.

Además, tienen dulces sin azúcar, opciones gourmet y hasta productos kosher, pero eso no es para posturear, es porque realmente piensan en todos los gustos y cuerpos.

Dulcería La Catrina no es solo una tienda. Es un acto de resistencia contra lo genérico. Es lo que pasa cuando alguien cuida lo suyo, no para aparentar, sino porque de verdad cree en lo que hace. En un mundo donde todo parece hecho para Instagram, este es un lugar hecho para la memoria.

Yo salí con una bolsa llena de cosas que sabía que iba a compartir. Pero lo que más me llevé fue la sensación de haber estado en un lugar real. De esos que te hacen sentir menos turista y más persona.

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