Redacción (Madrid)
PUNTA CANA, REPÚBLICA DOMINICANA. — El sol despierta antes que nadie en el extremo oriental de la isla. A las seis de la mañana, el mar Caribe ya es una plancha de plata líquida, apenas ondulada por la brisa que huele a sal y a promesa. Punta Cana, ese rincón de arena blanquísima donde el Atlántico y el Caribe se encuentran, inicia su jornada con un ritual marino que mezcla el bullicio humano con la cadencia de las olas.
Amanecer entre veleros y pescadores
En la playa de Cabeza de Toro, los primeros en romper el silencio son los pescadores artesanales. Con movimientos medidos, empujan sus lanchas hacia el horizonte mientras los catamaranes turísticos se preparan para zarpar. A esa hora, el mar es una carretera de espejos que lleva a todos por caminos distintos: unos buscan langostas y dorados; otros, selfies y esnórquel entre corales.
El olor a combustible marino se mezcla con el de las algas recién varadas. Los pelícanos sobrevuelan en formación, esperando las sobras del primer lance. A lo lejos, los motores se encienden, y el murmullo del pueblo costero queda atrás.
Mediodía sobre el agua turquesa
A las doce, el Caribe se vuelve un escenario de postales. En la Marina Cap Cana, yates y veleros se alinean como si esperaran una pasarela de lujo. Los turistas se dispersan entre excursiones de buceo y travesías hacia Isla Saona, ese santuario de aguas transparentes donde el tiempo parece detenido.
En los clubes de playa, el almuerzo se acompaña del rumor constante de las olas. Langosta a la parrilla, ron dominicano y música de merengue crean una sinfonía que se confunde con el vaivén del oleaje.
Tarde de espuma y despedidas
Cuando el sol empieza a inclinarse, los catamaranes regresan uno a uno, cargados de turistas con la piel salada y las sonrisas frescas. En la playa de Bávaro, los vendedores ofrecen artesanías talladas en conchas y coral. La luz dorada del atardecer pinta las velas de los barcos de tonos ámbar, mientras los surfistas aprovechan las últimas olas.
El viento trae consigo el sonido de una conga lejana. El día se despide con la promesa de otra jornada perfecta, y el mar, eterno protagonista, se tiñe de un azul oscuro que invita al silencio.
Noche de mar adentro
Ya entrada la noche, el bullicio terrestre se apaga, pero el mundo marino sigue despierto. En los muelles, las luces de las embarcaciones pesqueras titilan como faroles flotantes. Desde el malecón, se adivinan sombras de mantarrayas que se acercan a la costa, atraídas por la calma.
El cielo, despejado, refleja su manto estrellado en el agua. Punta Cana duerme, pero su mar, ese mar inmenso y luminoso, vela el descanso de todos.














