Redacción (Madrid)

Visitar el Hermitage no es simplemente entrar en un museo: es adentrarse en la historia viva de un imperio, en el esplendor del arte europeo y en la grandeza arquitectónica que define a San Petersburgo. Situado a orillas del río Neva, este inmenso complejo, fundado en 1764 por la emperatriz Catalina la Grande, es hoy uno de los museos más importantes y visitados del mundo.

El Hermitage no solo deslumbra por su colección —más de tres millones de piezas que abarcan desde el Antiguo Egipto hasta el arte contemporáneo— sino también por el palacio que lo alberga. El Palacio de Invierno, antigua residencia de los zares, es un monumento en sí mismo: techos ornamentados, salones dorados, escalinatas de mármol y una belleza escénica que convierte cada paso en un viaje sensorial.

Desde obras de Da Vinci, Rembrandt, Goya o Picasso, hasta joyas decorativas y tapices históricos, cada sala revela un fragmento de la historia del gusto, el poder y la sensibilidad artística de Europa y Rusia. Pero también, el Hermitage es símbolo de resiliencia: sobrevivió guerras, revoluciones y siglos de cambios, transformándose en un emblema cultural accesible para todo el mundo.

Un paseo por el Hermitage es un recorrido que abarca siglos y continentes. Sus pasillos, majestuosos y casi infinitos, hacen que incluso el visitante más desprevenido se sienta parte de un relato épico. Además, la experiencia va más allá de lo museístico: en verano, la luz del norte baña las fachadas pastel del complejo; en invierno, la nieve convierte al Hermitage en un escenario de novela rusa.

Hoy, con su presencia imponente en el centro de San Petersburgo, el Hermitage no solo preserva el arte universal, sino que sigue cumpliendo su función original: asombrar, educar y emocionar. Para el viajero cultural, es una parada obligatoria. Para el amante del arte, es un templo. Y para todos, es una ventana al alma artística de Rusia y al legado profundo de una Europa que aún late entre columnas, lienzos y salones de otro tiempo.

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