Por David Agüera

Hay ciudades que se exploran a pie, con calma, saboreando cada paso. Pero La Habana… La Habana se descubre mejor al ritmo de un motor antiguo, con la brisa del mar en la cara y el eco de la historia rebotando en los adoquines. Montarse en un auto clásico en La Habana no es solo una excursión turística: es un viaje en el tiempo, una danza entre nostalgia y presente, donde cada esquina cuenta una historia y cada edificio murmura secretos de otros siglos.

Los almendrones, como los llaman cariñosamente los cubanos, son verdaderas joyas andantes. Chevrolets de los años 50, Ford descapotables, Pontiacs de colores imposibles: autos restaurados con amor y resistencia que sobreviven gracias al ingenio criollo. Subirse a uno de ellos es experimentar en carne viva el ingenio cubano, su capacidad para hacer arte con lo que otros considerarían ruinas.

Desde el asiento de cuero, mirando por la ventana sin prisas, La Habana se revela con otra profundidad. El chofer, muchas veces también guía y contador de anécdotas, va dibujando con sus palabras una ciudad que no termina de contarse nunca.

El recorrido puede comenzar en el Malecón, esa serpiente de asfalto que besa el mar. A lo lejos, el Castillo del Morro y la silueta del Cristo de La Habana vigilan la entrada a la bahía. El auto ronronea como un gato dormido mientras se desliza por la costa. A un lado, olas que estallan. Al otro, fachadas en ruina y color que son, a la vez, heridas y obras de arte.

De ahí, el tour puede tomar rumbo al Vedado, donde las avenidas son más anchas, los árboles más generosos, y las mansiones evocan una Habana de esplendor republicano. Luego, un giro hacia la Plaza de la Revolución, donde la silueta del Che vigila desde lo alto, y donde el silencio impone respeto entre tanta historia comprimida.

Pero el alma de la ciudad —la esencia de su ritmo, su olor y su gente— está en La Habana Vieja. Allí, entre callejones adoquinados, iglesias barrocas y plazas coloniales, el coche clásico avanza con reverencia, casi en puntillas, mientras turistas y locales cruzan entre cafés, museos y portales. La Plaza de la Catedral, la Plaza Vieja, el Capitolio, el Gran Teatro Alicia Alonso… todo desfila como un decorado que nunca envejece.

Cada tramo es una sinfonía de color: autos rosados, azules cielo, verdes botella; niños jugando pelota en la calle; viejitas en bata sentadas en sus portales; músicos tocando sones en las esquinas. Todo parece flotar en un presente que se rehúsa a olvidar el pasado. La Habana no se esconde. Se muestra así: herida y hermosa, llena de cicatrices y de una dignidad que conmueve.

Y el coche, ese auto clásico, es cómplice perfecto. En él, el visitante no solo se mueve: forma parte de una película habanera. Hay algo de cine en esta experiencia, algo de novela, algo de bolero.

Más allá de los monumentos y las fotos perfectas, este tour sobre ruedas permite entender algo más profundo: la capacidad cubana para mantener viva su identidad con orgullo y alegría. Los autos clásicos, que podrían ser objetos de museo, están vivos, circulan, cuentan historias. Son parte del paisaje y del carácter. Y montarse en uno de ellos es aceptar la invitación de La Habana para verla desde su propio espejo retrovisor.

Descubrir La Habana en un auto clásico es más que un paseo: es una declaración de amor a la ciudad, a su ritmo indomable, a su forma única de resistir y brillar. Es dejarse llevar, sin mapas, sin prisa, por el alma viva de Cuba. Y cuando el motor se apague y la puerta se cierre, quedará en la memoria no solo la imagen del Malecón o de una fachada de colores: quedará la certeza de haber recorrido no solo una ciudad, sino un espíritu que sigue rodando, libre y hermoso, como un viejo Chevy bajo el sol caribeño.

Recommended Posts