Por David Agüera

Hay ciudades que se entienden desde abajo, caminándolas. Y otras, como La Habana, que exigen también ser vistas desde arriba, con esa mezcla de distancia y cercanía que transforma lo cotidiano en cuadro, lo urbano en poesía. Frente al Paseo del Prado, arteria elegante y palpitante que separa Centro Habana del alma colonial, tres hoteles guardan no solo historia y lujo, sino también una de las experiencias más bellas que ofrece la capital cubana: mirar La Habana desde sus alturas mientras el Prado se despliega como una serpiente noble, orgullosa y llena de memoria.

Desde las alturas del Royalton Habana, la ciudad se siente nueva, incluso futurista. Con su arquitectura contemporánea y líneas limpias, este hotel es un faro de modernidad frente al Malecón. Pero más allá de sus comodidades, su joya es la vista. Desde su rooftop o sus habitaciones superiores, el Paseo del Prado se abre como un poema urbano: el mármol de su paseo central, los árboles que lo flanquean como columnas verdes, y más allá, los tejados antiguos que todavía resisten al tiempo.

Aquí, el viajero toma un café o un mojito mientras observa el vaivén habanero: los niños que juegan, los novios que pasean tomados de la mano, el fluir de una ciudad que no necesita vestirse de gala para ser hermosa. Desde el Royalton, el Prado no es solo una calle: es una pasarela donde desfilan la historia, la música, el sudor del pueblo y el perfume eterno de la nostalgia cubana.

Si el Royalton es modernidad, el Mystique Regis Habana by Royalton es herencia. Restaurado con mimo en un edificio de principios del siglo XX, este hotel boutique evoca aquella Habana aristocrática que convivía con el arte popular y la bohemia. Las vistas desde sus balcones y su terraza son más cercanas, más íntimas: uno casi puede tocar los faroles del Paseo del Prado, escuchar a los vendedores de maní con sus cantos agudos, oler el tabaco recién encendido en una esquina.

Aquí, cada atardecer sobre el Prado parece detenido en el tiempo. Las sombras de los árboles se alargan como las notas de un danzón que se desliza desde algún balcón abierto. Es el lugar perfecto para leer a Lezama Lima o simplemente cerrar los ojos y dejar que el alma se mezcle con el aire tibio de La Habana.

Y si hay un mirador donde La Habana revela su rostro más auténtico, es la terraza del Hotel Inglaterra. El más antiguo de Cuba, inaugurado en 1875, este hotel es una leyenda en sí mismo. En su terraza del último piso, donde alguna vez cantó Benny Moré y donde todavía suena el son, la vista es simplemente insuperable: el Prado de un lado, el Parque Central al otro, el Gran Teatro Alicia Alonso, y más allá, el Capitolio.

Desde aquí, La Habana es una melodía de arquitectura y carácter. El viajero se sienta con un daiquirí y escucha música en vivo mientras el sol se derrama sobre las fachadas coloniales. Es fácil imaginar a Martí caminando por el Prado, a Carpentier escribiendo sobre el barroco real maravilloso, a Bola de Nieve arrancando notas a un piano invisible.

Aquí, mirar es también recordar, sentir, imaginar. Porque el Hotel Inglaterra no solo ofrece una vista: ofrece una escena de teatro viva, donde cada balcón es un personaje, cada sombra una historia.

El Paseo del Prado, con sus leones de bronce y su rumor de siglos, es uno de los grandes símbolos de La Habana. Pero para entenderlo en toda su dimensión, hay que elevarse, mirar con ojos abiertos y corazón dispuesto desde lo alto de estos hoteles que, más que alojamientos, son miradores del alma cubana.

En el Royalton, el presente y el porvenir; en el Mystique, la Habana escondida y elegante; y en el Inglaterra, la Habana de siempre, con su música, su historia y su fuerza vital. Tres perspectivas distintas de un mismo poema urbano que se llama Prado, pero que podría llamarse también resistencia, belleza, identidad.

Porque quien ha visto caer el sol sobre el Paseo del Prado desde cualquiera de estas terrazas, ya ha visto a La Habana desnuda y completa, como un bolero, como una vieja fotografía que nunca pierde su luz.

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