
Redacción (Madrid)
España es un país donde la realidad suele comportarse con una ligera inclinación hacia lo fantástico. No sorprende, entonces, que la arquitectura surrealista haya encontrado aquí un terreno fértil para expandirse como una forma de arte total: libre, provocadora y capaz de convertir el espacio construido en un escenario onírico. Este ensayo propone un viaje turístico por algunos de los enclaves más singulares donde lo irracional cobra forma física, invitando al viajero a perderse —literal y metafóricamente— en el territorio del sueño.
Para hablar de surrealismo arquitectónico en España, es inevitable comenzar en Barcelona, en los dominios de Antoni Gaudí. Aunque técnicamente su estilo se inscribe en el modernismo catalán, su obra se percibe como una materialización temprana del imaginario surrealista.
La Sagrada Familia, con sus torres orgánicas y fachadas que parecen haber brotado de un bosque mitológico, continúa desafiando los límites entre naturaleza, matemática y fe. Pasear por su interior —bañado por luces multicolores que se filtran por las vidrieras— es equivalente a entrar en un caleidoscopio espiritual.

El Park Güell, por su parte, funciona como un parque temático del subconsciente: dragones de cerámica, bancos ondulantes que recuerdan a olas petrificadas, columnas que parecen troncos de árboles mágicos. El visitante se descubre sonriendo sin razón aparente, como si la ciudad hubiese adoptado súbitamente reglas de la lógica infantil.
A unas dos horas al norte, en Figueres, el viajero encontrará el que probablemente sea el edificio más abiertamente surrealista del país: el Teatre-Museu Dalí.
El propio Salvador Dalí lo concibió como una obra total, un contenedor de sí mismo y de su universo mental: huevos gigantes coronan la azotea, los muros están salpicados de piezas que desafían cualquier forma de simetría, y el interior es un viaje progresivo hacia la extravagancia.
Aquí lo arquitectónico no se comprende sin lo performativo. Es el único lugar del mundo donde el visitante puede sentir literalmente que camina dentro de un cuadro de Dalí.

No toda la arquitectura surrealista se construye con ladrillo y mortero. En la provincia de Cuenca, la Ciudad Encantada ofrece un paisaje pétreo que parece esculpido por un escultor caprichoso. Formaciones rocosas con nombres como “El Tormo Alto”, “Los Barcos” o “El Convento” evocan figuras familiares y absurdas al mismo tiempo.
Es un ejemplo privilegiado de cómo el surrealismo también puede surgir de la interpretación humana de un entorno natural que se resiste a la lógica.
En Cantabria, El Capricho de Gaudí es una explosión de imaginación en miniatura. Sus azulejos verdes y amarillos, las formas circulares y su torre esbelta lo asemejan a una fábrica de caramelos convertida en mansión señorial. El recorrido turístico permite disfrutarlo tanto desde la perspectiva arquitectónica como desde el simple deleite sensorial.
En Madrid, el Parque del Capricho ofrece rincones que parecen adelantarse al surrealismo: laberintos vegetales, un palacete de fantasía, un templete clásico rodeado de agua y hasta una “Casa de la Vieja” donde la perspectiva y la escala juegan deliberadamente con la percepción del visitante. No es surrealismo en sentido estricto, pero sí una aproximación lúdica al juego visual y emocional que el movimiento abrazaría más tarde.

En Benalmádena (Málaga), el Castillo de Colomares es una síntesis fantástica del imaginario hispánico. Construido a finales del siglo XX por un médico enamorado de la historia de España, mezcla estilos —románico, mudéjar, gótico y bizantino— sin seguir ninguna regla coherente. El resultado: un monumento imposible que, pese a su reciente origen, encarna el espíritu disparatado y poético del surrealismo.
Lo surrealista, en España, no siempre es explícito. A veces se encuentra en la ornamentación obsesiva, en el tratamiento orgánico de la forma, en la ironía escondida entre columnas o en el sentido del humor arquitectónico que recorre el país como un hilo invisible.
Viajar por esta España onírica es sumergirse en un territorio donde lo real se vuelve poroso, donde las fachadas hablan, donde los muros se arquean como si respiraran. Es una invitación a contemplar el mundo no como es, sino como podría ser si la imaginación, por una vez, tomara el mando sin pedir permiso.




