
Redacción (Madrid)
El turismo, en su forma más tradicional, suele buscar descanso, comodidad y paisajes agradables. Sin embargo, existe un tipo de viajero que anhela lo contrario: enfrentarse a la naturaleza en su estado más hostil, a escenarios que parecen salidos de una pesadilla y que, precisamente por ello, atraen como un imán. Estos destinos, donde la Tierra muestra su fuerza primigenia, nos recuerdan lo frágil que es la vida y lo implacable que puede ser el planeta que habitamos.
Uno de los lugares más impresionantes es el desierto de Danakil, en Etiopía. Este rincón, conocido como la depresión de Afar, es uno de los puntos más calurosos y extremos del mundo. Sus lagunas de azufre de tonos amarillos, verdes y naranjas, sus géiseres sulfurosos y sus volcanes activos generan un paisaje alucinante, casi extraterrestre. El aire es denso, las temperaturas alcanzan cifras imposibles y el terreno parece arder bajo los pies. Es un escenario donde la vida humana apenas se sostiene, y sin embargo, se ha convertido en un destino de exploradores que buscan sentir la fuerza del planeta en carne propia.

Otro ejemplo de esta estética infernal es el cráter Darvaza en Turkmenistán, conocido como la Puerta al Infierno. En medio del desierto de Karakum, una llama arde sin descanso desde hace más de medio siglo, cuando una prospección de gas natural provocó el colapso del terreno. Desde entonces, el fuego no ha cesado y las llamas iluminan la noche como si un portal al inframundo se hubiera abierto en la tierra. Para los viajeros más atrevidos, acampar a pocos metros de ese cráter es una experiencia que combina el vértigo con la fascinación por lo incontrolable.
En Islandia, la Tierra se expresa a través de su dualidad más salvaje. El valle geotermal de Hverir, con sus pozas de barro hirviendo, sus fumarolas constantes y el hedor a azufre, evoca la imagen de un paisaje en plena combustión. Aquí, la superficie vibra, el aire humea y cada paso recuerda que bajo la corteza terrestre hay una energía que podría estallar en cualquier momento. Es un infierno frío, pero no menos intimidante.
Más al sur, en el desierto de Atacama, en Chile, el Valle de la Luna ofrece un espectáculo que parece de otro mundo. Las formaciones rocosas erosionadas, los paisajes secos donde nada parece crecer y los atardeceres rojos que incendian el horizonte hacen sentir al viajero como si caminara por un planeta muerto. La ausencia de vida, el silencio sepulcral y la luz extrema de la noche completan la sensación de habitar un territorio prohibido.

En Indonesia, el volcán Kawah Ijen muestra otra cara del infierno. Su lago de color turquesa es en realidad uno de los más ácidos del mundo, rodeado por fumarolas que escupen gases tóxicos. Por la noche, el volcán regala un espectáculo sobrecogedor: las llamadas “llamas azules”, un fenómeno provocado por la combustión del azufre. La belleza se mezcla con el peligro, y la imagen de esos fuegos fantasmales deja una huella imborrable en quienes se atreven a contemplarlos.
Estos destinos salvajes no son fáciles ni cómodos. Requieren preparación, resistencia y un espíritu dispuesto a enfrentarse al lado más brutal de la naturaleza. Sin embargo, ofrecen algo que pocos lugares pueden dar: la certeza de estar frente al poder desnudo del planeta, una experiencia que despierta respeto y humildad.
Viajar a estos parajes infernales es un recordatorio de que la Tierra no es solo playas, montañas y ciudades acogedoras. También es fuego, calor insoportable, gases venenosos y paisajes donde la vida parece imposible. Para quienes buscan lo extremo, visitar estos lugares es sumergirse en un relato donde el turismo se convierte en un rito de confrontación con la fuerza más pura de la naturaleza. Son viajes al borde del abismo, experiencias que parecen sacadas del mismo infierno, y que, por ello, revelan lo sublime del mundo en su versión más salvaje.
