Redacción (Madrid)

La luz de Valencia no se limita a iluminar: acaricia. Sorolla la convirtió en protagonista, en un personaje que dialoga con cada rincón de la ciudad. Pasear por Valencia con la mirada del pintor es seguir los hilos dorados que tejen cielo, mar y tierra, y descubrir que en cada sombra hay una promesa de color.

Amanece sobre la playa de la Malvarrosa. El mar, todavía somnoliento, respira en olas suaves que rompen con delicadeza. Aquí, donde Sorolla pintó pescadores y faenas marineras, la arena parece guardar la memoria de los blancos luminosos de sus lienzos. Los barquitos varados, con las velas recogidas, recuerdan a las figuras tranquilas que él retrataba: hombres curtidos por el sol y mujeres que, con el cabello suelto, miran hacia un horizonte siempre más azul que el día anterior.

El viajero que busque esa estampa viva puede acercarse temprano, cuando los primeros rayos convierten cada gota de agua en un destello. Basta cerrar los ojos y, al abrirlos, la escena parece pintada al óleo.

Desde el puerto, el centro histórico se abre como un libro ilustrado. La Lonja de la Seda, con sus columnas que se elevan como palmeras de piedra, se tiñe de tonos dorados en la luz de la tarde. Sorolla pintaba cuerpos bañados por el sol; la ciudad, en cambio, ofrece también rincones donde la penumbra es un refugio. Callejones estrechos que huelen a azahar y pan recién horneado, plazas donde el sonido de una fuente se mezcla con el murmullo de conversaciones.

En la Catedral, la luz penetra como un pincel que acaricia el mármol. Es fácil imaginar al pintor, cuaderno en mano, capturando el juego entre vidrieras y piedra.

El Jardín del Turia, ese río convertido en vergel, es un lienzo vivo donde niños en bicicleta, corredores y familias crean una coreografía cambiante. La luz se filtra entre naranjos y palmeras, dibujando sombras largas que podrían ser bocetos para un cuadro nunca pintado.

En el Mercado Central, la paleta se desborda: rojos intensos de los pimientos, verdes frescos de las hierbas, amarillos dorados de la paella que se cocina cerca. El bullicio y la vitalidad tienen aquí la textura del trazo rápido, como si Sorolla hubiese decidido atrapar la vida en movimiento.

Al caer la tarde, la ciudad vuelve la vista al Mediterráneo. Desde la orilla, la luz baja y se vuelve más cálida, como un último gesto amable del día. Los colores se suavizan y el horizonte parece una pincelada infinita.

Valencia es, en esencia, una galería al aire libre. No es necesario entrar en un museo para encontrar a Sorolla: está en el reflejo del agua sobre los adoquines mojados, en el blanco brillante de una blusa agitada por el viento, en la piel dorada por el sol de quienes caminan junto al mar.

Visitarla es aprender a mirar. Y mirar, aquí, es pintar con los ojos.

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