Redacción (Madrid)

Antes de que existieran las aerolíneas de bajo costo, los blogs de mochileros y los influencers posando con cocos en playas tropicales, hubo algo mucho más poderoso: palabras. La literatura de viajes nació mucho antes que el turismo tal como lo conocemos. En realidad, podría decirse que fue el turismo original. Porque durante siglos, viajar fue privilegio de pocos… pero leer sobre viajes estuvo (casi) al alcance de muchos.

Los primeros relatos de viajes no se escribían para entretener, sino para informar, advertir o documentar lo desconocido. Desde los diarios de Marco Polo hasta las crónicas de Ibn Battuta o los viajes de Heródoto, los textos relataban mundos lejanos, costumbres exóticas y caminos que pocos podían recorrer.

Lo curioso es que, aunque esos libros no buscaban atraer turistas, terminaron sembrando una semilla: la del deseo. El deseo de ver, de comparar, de entender lo que hay más allá del horizonte.

En los siglos XVII y XVIII, con el auge del llamado Grand Tour, jóvenes aristócratas europeos recorrían el continente (especialmente Italia, Francia y Grecia) para completar su formación intelectual. Lo que comenzó como una moda elitista terminó generando una abundante literatura de viajes: diarios, cartas, libros de consejos. Estos textos no solo servían como guía, sino como espejo cultural. Se viajaba para cultivarse, pero también para contarlo.

Con la llegada del ferrocarril, el barco a vapor y más adelante el automóvil, viajar dejó de ser una odisea para convertirse en posibilidad. Y junto con eso, la literatura de viajes vivió una época dorada. Escritores como Stevenson, Twain o Darwin relataron sus aventuras por mares y selvas, y encendieron la imaginación de una clase media que empezaba a moverse.

Esos libros no solo mostraban destinos, sino que construían imágenes: África como lo salvaje, Asia como lo espiritual, América como lo prometedor. No siempre eran visiones justas, pero sí influyentes. Lo que se leía, se deseaba. Lo que se deseaba, eventualmente, se visitaba.

Hoy, cuando Google Earth puede llevarnos virtualmente a cualquier rincón del planeta, la literatura de viajes mantiene su encanto. No compite con los mapas ni con los rankings de TripAdvisor. Ofrece algo distinto: contexto, profundidad, emoción. Leer a Kapuściński o a Bruce Chatwin no es lo mismo que leer una guía turística. Es una forma de anticipar la experiencia desde dentro, de ver un país no solo por lo que tiene, sino por lo que significa.

Además, muchas veces, la literatura de viajes no se trata tanto del dónde como del cómo. Es un estilo de mirar. Hay autores que escriben sobre su ciudad natal como si fuera la luna, y viajeros que recorren medio planeta sin ver nada. El viaje, al fin y al cabo, empieza en la mirada, y pocas cosas entrenan mejor la mirada que un buen libro.

En un mundo saturado de fotos perfectas y rutas prediseñadas, la literatura de viajes sigue siendo una brújula alternativa. Nos recuerda que viajar no es solo consumir paisajes, sino conectar con lo distinto, hacerse preguntas, a veces incluso incomodarse.

Tal vez por eso, en el fondo, la relación entre literatura de viajes y turismo no es lineal, sino circular: leemos para viajar, viajamos para escribir, y volvemos a leer para entender lo que vivimos. Porque no hay destino más profundo que aquel que nos transforma.

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