Nepal: el latido silencioso de Asia

Redacción (Madrid)

Viajar a Nepal es adentrarse en un territorio donde lo espiritual y lo cotidiano se entrelazan de manera natural. Lejos de las imágenes más difundidas, el país ofrece un universo humano, cultural y sensorial que se revela en los templos, los mercados y las calles vibrantes que dan forma a su esencia. Nepal es una experiencia que se vive en los detalles: en el aroma del incienso al amanecer, en las voces que resuenan en los patios de los monasterios, en los colores de las guirnaldas que adornan los santuarios y en las sonrisas que acompañan cada saludo.

En Katmandú, la capital, todo parece girar en torno al movimiento. Las motos serpentean entre callejones angostos, los tenderos despliegan sus productos con paciencia ritual y las plazas se llenan de peregrinos que giran las ruedas de oración con devoción. Es una ciudad que respira historia, pero también una vitalidad contemporánea que convive con lo ancestral. Los barrios antiguos, como Thamel, son un mosaico de culturas: allí confluyen mochileros, artistas y comerciantes locales que entienden el viaje como una forma de encuentro.

Muy cerca, en Patan, la arquitectura newar revela un refinamiento estético que combina piedra, madera tallada y ladrillo rojo. Sus templos y palacios no son solo monumentos, sino espacios vivos donde la gente conversa, reza o simplemente observa el paso del tiempo. Caminar por las plazas de Patan es descubrir cómo la vida cotidiana se entrelaza con la herencia espiritual sin fronteras entre lo sagrado y lo doméstico.

Bhaktapur, por su parte, conserva el ritmo pausado de una ciudad que parece detenida en otra era. Allí, los talleres artesanales mantienen viva la tradición del barro y del metal, mientras las calles empedradas conducen a patios interiores llenos de flores y pequeñas deidades. Para el visitante, Bhaktapur es un viaje al corazón del arte nepalí: cada ventana tallada, cada puerta o vasija guarda la huella del trabajo humano, del tiempo y de la fe.

El país también se descubre a través de sus sabores. La gastronomía nepalí es un mapa de fusiones: especias de la India, técnicas del Tíbet y productos locales que dan vida a platos tan sencillos como el dal bhat, un combinado de arroz, lentejas y verduras que define la dieta diaria. Comer en Nepal es un acto de hospitalidad; el viajero es recibido no como cliente, sino como invitado. Las comidas se comparten con las manos, con respeto y gratitud, recordando que en esta tierra la comida es más que sustento: es comunión.

Más allá de las ciudades, los pueblos rurales conservan un equilibrio sereno con la naturaleza. Los campos de arroz se tiñen de verde durante el monzón, las terrazas agrícolas forman patrones sobre las colinas y los caminos polvorientos conectan aldeas donde el tiempo transcurre con lentitud. Allí, los días se miden por el canto de los pájaros y el ritmo de las cosechas, y la vida mantiene una relación armónica con el entorno.

Nepal es también un país de sonidos y gestos. Las campanas de los templos marcan las horas, los monjes recitan mantras al atardecer, los niños juegan en los patios escolares mientras las mujeres tejen o pintan mandalas con paciencia infinita. Hay una musicalidad constante que no proviene de los instrumentos, sino de la convivencia: la melodía de un pueblo que ha aprendido a mantener la calma incluso en medio del bullicio.

Visitar Nepal es descubrir una forma distinta de entender el tiempo y la existencia. No es un destino que se recorra con prisa ni que se agote en los itinerarios turísticos. Es un país que invita a mirar con atención, a escuchar lo que no se dice, a percibir la espiritualidad en lo cotidiano. Su grandeza no está en lo monumental, sino en la humanidad que se respira en cada gesto.

Para el viajero atento, Nepal es una lección de sencillez. Es la demostración de que la belleza no siempre se impone: a veces se revela en el silencio, en la sonrisa de un desconocido o en la luz dorada que cae sobre un templo al anochecer. En cada rincón, el país parece recordarnos que el viaje más profundo no siempre se hace hacia afuera, sino hacia adentro.

Los mejores locales de rock en Buenos Aires

Redacción (Madrid)

Buenos Aires es, sin duda, una de las capitales culturales más vibrantes de América Latina, y el rock forma parte esencial de su identidad. Desde los años setenta, cuando bandas como Sui Generis o Almendra dieron forma al llamado “rock nacional”, hasta las expresiones contemporáneas de la escena independiente, la ciudad ha mantenido una energía inagotable que late cada noche en sus bares, salas y clubes. Este ensayo propone un recorrido por algunos de los espacios más emblemáticos para disfrutar del rock en la ciudad, entendiendo estos lugares no solo como escenarios musicales, sino también como destinos turísticos donde se vive la cultura porteña en su máxima expresión.

Uno de los lugares imprescindibles es The Roxy Live, en Palermo. Con una programación que combina artistas consagrados y bandas emergentes, es un punto de encuentro para quienes buscan vivir la energía del rock en vivo. Su ambiente joven y su ubicación estratégica, rodeada de bares y restaurantes, lo convierten en una experiencia completa para el visitante. Ir a un concierto en The Roxy no es solo asistir a un espectáculo, sino formar parte de la vida nocturna palermitana, un espacio donde la música y la ciudad se mezclan sin fronteras.

Otro clásico de la escena es el Salón Pueyrredón, sobre la avenida Santa Fe. Este histórico espacio conserva el espíritu de los recitales de los noventa: una mezcla de pogo, camaradería y pasión. Muchos lo consideran un lugar de culto, un templo donde aún resuena la esencia rebelde del rock argentino. Para el turista que busca autenticidad, es una parada obligada: allí no hay artificios ni pretensiones, solo música en estado puro y una comunidad que la celebra cada fin de semana.

En el corazón cultural de la ciudad, sobre la avenida Corrientes, se encuentra The Cavern Buenos Aires, un espacio inspirado en el mítico local de Liverpool donde comenzaron los Beatles. Más allá del homenaje, The Cavern se ha consolidado como un sitio de referencia para bandas tributo, espectáculos de rock clásico y encuentros temáticos. Su ubicación en una de las avenidas más emblemáticas de Buenos Aires lo convierte en una opción perfecta para combinar música, gastronomía y paseo urbano.

En el barrio del Abasto, Uniclub representa el pulso del rock alternativo y la escena independiente. Sus shows reúnen a jóvenes bandas locales, propuestas experimentales y géneros híbridos que van del punk al metal. Es un espacio ideal para quienes buscan descubrir nuevos sonidos y sumergirse en la vitalidad del circuito underground porteño. El ambiente es cercano, intenso y espontáneo, y permite apreciar de cerca el talento emergente que continúa alimentando la historia musical de la ciudad.

Finalmente, en Villa Ortúzar, Gier Music Club ofrece una experiencia más íntima, menos turística, donde la música se vive entre amigos y aficionados. Es uno de esos lugares donde el público y los músicos se confunden, donde el aplauso se convierte en diálogo y el rock vuelve a ser un ritual compartido. Para el visitante extranjero, representa la oportunidad de conocer la escena local desde adentro, sin intermediarios, tal como la experimentan los porteños.

Asistir a un concierto de rock en Buenos Aires es, en muchos sentidos, una forma de conocer la ciudad. No se trata solo de escuchar música, sino de participar en una tradición viva que combina historia, rebeldía y comunidad. En estos locales, el turista puede comprender por qué el rock argentino es mucho más que un género: es una forma de mirar el mundo, un modo de habitar la noche y de encontrarse con los otros.

Explorar la ruta del rock porteño —de Palermo a Corrientes, de Abasto a Villa Ortúzar— es adentrarse en una Buenos Aires distinta, auténtica y palpitante. Cada escenario, cada riff y cada canción cuentan algo sobre la ciudad y su gente. Y al salir a la calle después del último acorde, cuando aún resuena el eco de la guitarra entre las luces de la madrugada, el viajero entiende que en Buenos Aires el rock no se escucha: se vive.

Explora las estrategias que están redefiniendo los destinos turísticos en TIS 2025

Redacción (Madrid)

En un momento de crecimiento continuo para el turismo en España, TIS – Tourism Innovation Summit 2025 se prepara para convertirse nuevamente en el punto de encuentro clave para la innovación y transformación del sector. Del 22 al 24 de octubre, en Sevilla – FIBES, el evento reunirá a más de 400 ponentes y a las principales autoridades turísticas en el Foro de Regiones Turísticas Innovadoras, un espacio creado para compartir estrategias, experiencias y avances hacia destinos más inteligentes, sostenibles e inclusivos.

Los Consejeros y Directores Generales de Turismo de comunidades como Andalucía, Baleares, Canarias, Comunitat Valenciana, Madrid, Murcia, La Rioja, Castilla y León, Asturias, Mallorca y Aragón debatirán sobre cómo construir un modelo turístico que combine crecimiento económico, sostenibilidad y bienestar local. Se abordarán temas como la gestión eficiente de los recursos naturales, la desestacionalización o la diversificación de productos y experiencias.

Con la participación de más de 8.000 profesionales, TIS 2025 se consolida como el principal foro de referencia para quienes buscan inspiración y soluciones innovadoras. Una oportunidad única para descubrir cómo las comunidades autónomas están diseñando el futuro del turismo: destinos más inteligentes, resilientes y comprometidos con su entorno.

Un rincón auténtico en la República Dominicana, Joba Arriba

Redacción (Madrid)

En el norte de la isla, en la provincia de Espaillat, se encuentra Joba Arriba, un pueblo poco conocido para el turismo internacional pero que encierra matices auténticos de la vida dominicana. Integrado como distrito municipal del municipio de Gaspar Hernández, Joba Arriba está asentado en la zona montañosa de la Cordillera Septentrional, a orillas del río que le da nombre: el Río Joba. Su entorno natural, productivo y tranquilo lo convierte en un ejemplo de la República Dominicana rural que aún permanece al margen de las rutas turísticas más transitadas.


Históricamente, Joba Arriba se formó por la migración de personas que, atraídas por la fertilidad de sus tierras, se establecieron ahí a principios del siglo XX. El topónimo “Joba” proviene del río, cuyo nombre —al parecer— se relaciona con el fruto “jobo” que abundaba en sus orillas. Con el tiempo, la comunidad fue adquiriendo vida propia, desarrollándose económicamente mediante la agricultura —principalmente de cacao y café— y los pequeños talleres y negocios locales. Hoy, aunque su población se mantiene pequeña (unos pocos miles de habitantes), Joba Arriba representa una pieza del mosaico dominicano que pocas personas visitan.


La economía del lugar está marcada por su producción agrícola: el cultivo de cacao se destaca entre las actividades más representativas, al igual que la crianza de otros frutos menores. En Joba Arriba incluso opera el Bloque de Cacaocultores “Ramón Matías Mella”, una agrupación asociativa que reúne la producción de muchos cacaocultores de la zona. Además, por su cercanía al turismo costero (playas como las de Cabarete o Sosúa están relativamente accesibles) algunas familias combinan la agricultura con empleos vinculados al turismo, aunque Joba Arriba sigue pudiendo sentirse alejado del bullicio de los destinos más conocidos.


En cuanto al paisaje, Joba Arriba ofrece colinas, verdes plantaciones, pequeñas carreteras rurales y el murmullo del río como telón de fondo. Para el visitante que busca algo diferente —unas horas de realidad dominicana auténtica—, este pueblo puede ofrecer un respiro: alojarse en casas modestas, hablar con los habitantes, recorrer senderos, conocer el proceso del cacao o simplemente disfrutar de la tranquilidad lejos de la frenética costa caribeña. En un país donde la imagen habitual es playa y resort, Joba Arriba invita a contemplar la otra cara: la de la montaña y la agricultura.


Sin embargo, como tantos pueblos rurales, también enfrenta desafíos: infraestructura limitada, oportunidades laborales reducidas, y la necesidad de equilibrar su identidad con el empuje del desarrollo. Las autoridades locales han hecho declaraciones sobre proyectos de mejoras de vías y servicios públicos. Para el curioso que quiera explorar más allá de lo habitual en República Dominicana, Joba Arriba representa una invitación a descubrir algo genuino, menos filtrado por el turismo masivo.


Baracoa: un rincón auténtico de Cuba que resiste al tiempo

Redacción (Madrid)

En el extremo más oriental de Cuba, donde la Sierra del Purial se hunde en el mar Caribe y el Atlántico, existe un lugar que parece detenido en el tiempo. Baracoa, la primera villa fundada por los españoles en la isla, sigue siendo un rincón auténtico, donde el ritmo lo marca la lluvia, el cacao y el sonido de los bongós.

Lejos del bullicio de Varadero o de los hoteles de La Habana, Baracoa ofrece una Cuba más íntima, más verde y más real.

Donde comenzó la historia

Baracoa fue fundada en 1511 por Diego Velázquez de Cuéllar, lo que la convierte en la ciudad más antigua de Cuba. Desde entonces, su aislamiento geográfico —protegida por montañas y selvas tropicales— le dio un carácter propio. Durante siglos solo se podía llegar por mar, y hasta la apertura de la carretera La Farola, en 1965, era prácticamente una isla dentro de la isla.

Hoy, quienes viajan por esas curvas pronunciadas y llegan a su bahía suelen sentir lo mismo: la sensación de descubrir un secreto que Cuba aún guarda para los viajeros pacientes.

El alma verde de Oriente

La región de Baracoa es un festival natural: ríos como el Toa y el Miel serpentean entre montañas, cascadas caen desde riscos cubiertos de helechos, y el aire huele a cacao fermentado. Es aquí donde se produce el mejor chocolate cubano, con métodos tradicionales y un orgullo local que se palpa en cada casa.

Cultura, sabor y resistencia

Baracoa tiene su propio pulso cultural. La música guajira convive con los ritmos afrocubanos, y en las calles coloniales aún se escucha el son tocado con guitarras viejas.

La cocina también es distinta: el bacán (un tamal de plátano con coco y pescado), la lechita (una salsa espesa de coco y especias), y el cucurucho (una mezcla de miel, coco rallado y frutas) definen la identidad gastronómica local.

Lejos del turismo masivo, la mayoría de los viajeros se hospedan en casas particulares, donde las familias abren sus puertas y preparan el café al amanecer. Es un turismo cercano, humano y sostenible.

La belleza intacta

Desde el mirador del Yunque, la montaña símbolo de Baracoa, se contempla el mar que vio llegar a Colón en su primer viaje. La vista resume lo que es la región: exuberancia, historia y una sensación de autenticidad que cuesta encontrar en otros destinos del Caribe.

A unos pocos kilómetros, las playas de Magua, Cajuajo y Duaba ofrecen arenas vírgenes, sin sombrillas ni resorts, solo el rumor de las olas y el vuelo de las garzas.

Baracoa ha sufrido huracanes, aislamiento y carencias económicas, pero su gente conserva una hospitalidad que desarma. La ciudad intenta ahora equilibrar la llegada de nuevos visitantes con la preservación de su identidad.

Entre el olvido y la esperanza

Pequeños proyectos de turismo ecológico y cooperativas locales buscan generar ingresos sin alterar la esencia del lugar. “Queremos que vengan, pero que nos conozcan de verdad, no que nos cambien”, dice Teresa, guía turística local.

El último secreto del Caribe

Baracoa no tiene los grandes hoteles de Varadero ni la vida nocturna de La Habana. Y eso, precisamente, es su encanto. Es un recordatorio de la Cuba que aún late bajo la superficie: sencilla, hospitalaria y profundamente humana.

Quien llega hasta aquí no solo visita un destino: descubre una forma de vida, un ritmo, una verdad. Y cuando el sol cae detrás del Yunque, y el aire huele a cacao y mar, uno entiende que hay lugares que no necesitan ser modernos para ser eternos.

El Centro Pompidou: el corazón moderno del arte en París

Redacción (Madrid)

Viajar a París es adentrarse en una ciudad que respira arte en cada rincón. Desde los clásicos del Louvre hasta las esculturas al aire libre del barrio de Montmartre, la capital francesa ha sido siempre un refugio para la creatividad. Sin embargo, entre los monumentos históricos y las avenidas elegantes, se levanta una joya arquitectónica que rompe con toda tradición: el Centro Pompidou, un símbolo del arte moderno y contemporáneo que invita al visitante a mirar el mundo con nuevos ojos.

Inaugurado en 1977, el Centro Pompidou fue concebido como un espacio donde el arte, la tecnología y la cultura se encuentran sin barreras. Diseñado por los arquitectos Renzo Piano y Richard Rogers, el edificio sorprendió desde el primer día por su apariencia industrial: una estructura “al revés”, con las tuberías, escaleras y conductos de ventilación expuestos al exterior y pintados con colores vivos.

Lo que en su momento fue un escándalo arquitectónico se convirtió con el tiempo en un ícono del diseño moderno. Hoy, el Pompidou no solo representa una nueva manera de entender el arte, sino también una nueva forma de concebir los espacios públicos: abiertos, dinámicos y accesibles para todos.

En su interior, el museo alberga una de las colecciones de arte moderno y contemporáneo más importantes del mundo, con más de 100,000 obras. En sus salas se pueden admirar piezas de genios como Pablo Picasso, Henri Matisse, Joan Miró, Wassily Kandinsky, Jackson Pollock y muchos otros.

El recorrido por sus galerías es una experiencia sensorial: colores, formas y sonidos dialogan entre sí, desafiando la percepción del visitante. Además de su colección permanente, el Pompidou organiza exposiciones temporales de artistas emergentes y consagrados, lo que lo convierte en un espacio siempre cambiante y lleno de vida.

El Pompidou no es solo un museo, sino un verdadero centro cultural. En sus niveles inferiores se encuentra la Biblioteca Pública de Información (BPI), abierta a todos los públicos, mientras que sus pisos superiores albergan salas de cine, auditorios y talleres educativos. Desde su azotea, los visitantes pueden disfrutar de una de las mejores vistas panorámicas de París, con la Torre Eiffel, Notre-Dame y el Sacré-Cœur dominando el horizonte.

Alrededor del edificio, la Plaza Georges-Pompidou es un punto de encuentro para artistas callejeros, músicos y turistas, que llenan el espacio de vida y energía. Todo esto hace del Pompidou un lugar donde el arte no se contempla en silencio, sino que se vive intensamente.

Para el turista que busca algo más que los monumentos tradicionales, el Centro Pompidou ofrece una experiencia única. Representa el espíritu innovador de París, una ciudad que no teme reinventarse. Aquí, el visitante no solo observa obras de arte: participa de una visión del mundo que celebra la libertad creativa, la experimentación y la diversidad.

El Centro Pompidou es mucho más que un museo; es un símbolo del diálogo entre el pasado y el futuro, entre la tradición y la modernidad. Visitarlo es entender que París no solo conserva su historia, sino que también la reinventa. En cada rincón del Pompidou se respira la esencia de un arte que no busca encajar, sino inspirar. Por eso, todo viajero que pisa la Ciudad Luz debería dedicar una jornada a descubrir este templo de la imaginación contemporánea.

Samaná, República Dominicana: el secreto más hermoso del Caribe

Redacción (Madrid)

En el noreste de la República Dominicana, donde el Atlántico se vuelve turquesa y las montañas se funden con el mar, se encuentra Samaná, una península exuberante que desafía el estereotipo del turismo caribeño. Mientras otros destinos se llenan de grandes resorts y playas privadas, Samaná conserva su alma salvaje: selvas tropicales, cascadas escondidas, aldeas de pescadores y una hospitalidad tan cálida como su clima.

Un paisaje de contrastes

Samaná es una península de verdes intensos y costas infinitas. Su capital, Santa Bárbara de Samaná, es un puerto tranquilo que huele a sal, pescado fresco y café recién colado. Desde su malecón se observan los barcos balancearse suavemente, y más allá, las aguas de la bahía —famosas por ser escenario del espectáculo natural más conmovedor del Caribe: el avistamiento de ballenas jorobadas.

Cada año, entre enero y marzo, cientos de estos gigantes del océano llegan a reproducirse y criar a sus crías. Verlos saltar frente a la costa es una experiencia que trasciende lo turístico: un encuentro poético con la vida salvaje.

Naturaleza sin maquillaje

Samaná es sinónimo de naturaleza viva. El Parque Nacional Los Haitises, al suroeste de la península, es uno de los ecosistemas más importantes del país: un laberinto de manglares, islotes cubiertos de vegetación y cuevas con arte taíno. Navegarlo en lancha es adentrarse en una versión dominicana de “Jurassic Park”, pero real, con pelícanos, manatíes y una atmósfera de misterio que fascina a los ecoturistas.

A pocos kilómetros tierra adentro, el Salto El Limón es otra joya. Un sendero de unos tres kilómetros conduce a esta cascada de 40 metros de altura, rodeada de selva. Se puede llegar a pie o a caballo, y al final del recorrido el agua cae en una piscina natural donde el visitante se sumerge, literal y simbólicamente, en el corazón de la naturaleza.

Playas para todos los sentidos

En Samaná, cada playa tiene su propio carácter.

  • Las Terrenas, con su mezcla cosmopolita de locales y extranjeros, combina el sabor dominicano con cafés franceses, bares frente al mar y una energía bohemia.
  • Playa Bonita y Playa Cosón son postales perfectas: palmeras inclinadas sobre arenas doradas, mar tranquilo y puestas de sol que tiñen todo de ámbar.
  • En el extremo este, Las Galeras y Playa Rincón ofrecen un paisaje más salvaje. Rincón, considerada entre las playas más bellas del mundo, se extiende por más de tres kilómetros de arena blanca, sin más sonido que el de las olas y los pájaros.

Y frente a la bahía, el pequeño islote de Cayo Levantado —conocido también como “la isla Bacardí”— ofrece un día de descanso paradisíaco: aguas transparentes, palmeras, cocteles fríos y ese sentimiento de haber llegado al centro del Caribe.

Una cultura que vibra al ritmo del mar

Más allá de su belleza natural, Samaná es un mosaico cultural. En sus calles resuena una mezcla de acentos: dominicano, francés, inglés, haitiano, y el de los descendientes de los libertos afroamericanos que se asentaron aquí en el siglo XIX. Esta diversidad se refleja en la gastronomía —donde el coco es protagonista— y en la música, que alterna entre bachata, reggae y tambores de influencia africana.

Los samaneses son gente hospitalaria, de sonrisa fácil y conversación pausada. En Las Terrenas o Santa Bárbara, basta un saludo para que alguien te recomiende el mejor pescado del día o te cuente una leyenda local sobre ballenas y piratas.

Samaná hoy: entre el turismo y la preservación

Aunque el turismo ha crecido, Samaná sigue apostando por un modelo sostenible. Muchos alojamientos son eco-lodges o pequeños hoteles familiares integrados al entorno natural. Las autoridades locales, junto con comunidades y guías, promueven la conservación de sus parques y playas para que la península mantenga su identidad y biodiversidad.

El alma del Caribe que no se vende

Samaná no busca deslumbrar con lujo, sino con autenticidad. Es un destino que se siente, no que se consume. Aquí el viajero no solo observa paisajes: los habita. Despierta con el canto de los gallos, se baña en ríos cristalinos, come pescado con coco mirando el mar y se despide con la certeza de haber conocido una parte del Caribe que todavía late con verdad.

La Rioja, un territorio pequeño con el alma más grande de España

Redacción (Madrid)
La Rioja es una comunidad autónoma situada en el norte de España, entre el País Vasco, Navarra, Aragón y Castilla y León. Su extensión es de poco más de 5.000 kilómetros cuadrados y cuenta con una población aproximada de 300.000 habitantes. Su capital es Logroño, ciudad atravesada por el río Ebro y conocida por su casco antiguo, su gastronomía y su papel en la ruta del Camino de Santiago.


El territorio riojano está dividido en tres zonas principales: La Rioja Alta, La Rioja Media y La Rioja Baja. Cada una presenta características geográficas y climáticas diferentes que influyen directamente en la agricultura y, especialmente, en la producción vitivinícola. La región cuenta con una denominación de origen calificada, Rioja, reconocida internacionalmente por la calidad de sus vinos. En municipios como Haro, Briones o San Vicente de la Sonsierra se encuentran numerosas bodegas que ofrecen visitas guiadas y actividades enoturísticas durante todo el año.


Además del vino, La Rioja destaca por su patrimonio histórico y cultural. En San Millán de la Cogolla se conservan los monasterios de Yuso y Suso, declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, donde se hallaron las Glosas Emilianenses, consideradas los primeros testimonios escritos en lengua castellana y euskera. Otras localidades de interés histórico son Santo Domingo de la Calzada, con su catedral y su tradición jacobea, y Nájera, antigua capital del Reino de Nájera-Pamplona.


El entorno natural de La Rioja es variado. En el sur se encuentra la Sierra de la Demanda, con cumbres que superan los 2.000 metros de altitud, mientras que al norte predominan los valles y llanuras regadas por el Ebro y sus afluentes. El Parque Natural Sierra de Cebollera, al sur de la comunidad, ofrece rutas de senderismo, áreas recreativas y espacios de observación de fauna. También destacan los paisajes de viñedos, especialmente en otoño, cuando las hojas adquieren tonos rojizos y dorados.


La oferta turística se complementa con una gastronomía tradicional basada en productos locales. Platos como las patatas a la riojana, las chuletillas al sarmiento o los caparrones de Anguiano son habituales en los restaurantes de la región. Además, durante todo el año se celebran ferias y fiestas relacionadas con el vino, la vendimia y las tradiciones populares.



Sabores del Nilo: Un viaje por la gastronomía egipcia

Redacción (Madrid)

Viajar a Egipto es sumergirse en miles de años de historia, arte y misterio. Sin embargo, más allá de sus majestuosos templos y las eternas arenas del desierto, hay otro tesoro que encanta a los visitantes: su gastronomía. La cocina egipcia es una fusión de tradición, hospitalidad y sabor, un reflejo de las múltiples civilizaciones que han dejado huella a lo largo del valle del Nilo. Explorar Egipto sin probar su comida sería como visitar las pirámides sin mirar hacia arriba.

La gastronomía egipcia hunde sus raíces en el pasado faraónico. El trigo, las legumbres y el pescado del Nilo formaban parte de la dieta básica desde hace más de cuatro mil años. Hoy, estos ingredientes continúan siendo protagonistas, mezclados con las especias y sabores que aportaron árabes, turcos y mediterráneos. Cada plato es una historia que narra siglos de mestizaje cultural y amor por la vida.

Uno de los mayores orgullos nacionales es el koshari, considerado el plato nacional. Mezcla de arroz, lentejas, pasta y garbanzos coronados con una salsa de tomate especiada y cebolla frita, es una sinfonía de texturas y aromas que se disfruta tanto en restaurantes como en puestos callejeros.

Otro clásico es el ful medames, un guiso de habas sazonado con aceite de oliva, limón y comino, que suele servirse en el desayuno. De la misma manera, el taameya, versión egipcia del falafel elaborada con habas en lugar de garbanzos, es una delicia crujiente que conquista a todo viajero.

Y, para los amantes de la carne, el shawarma o el kofta a la parrilla evocan los sabores de Oriente Medio con un toque egipcio inconfundible. Todo acompañado de pan baladí, recién horneado, y ensaladas frescas con pepino, tomate y perejil.

El viaje gastronómico no estaría completo sin probar los postres. El basbousa, pastel de sémola bañado en almíbar, o el konafa, hecho con finos hilos de masa y relleno de frutos secos o queso dulce, son verdaderas obras maestras de la repostería oriental. Acompañados de un té negro fuerte o de un café turco espeso, cierran la experiencia con el toque perfecto.

Comer en Egipto no es solo un acto biológico, sino una celebración colectiva. Las comidas se comparten en familia o entre amigos, con generosidad y alegría. La hospitalidad es sagrada: ningún visitante se va sin probar algo. Los aromas de las calles de El Cairo, los mercados de especias en Luxor y las terrazas junto al Nilo invitan a disfrutar sin prisas, a saborear la vida en su máxima expresión.

La gastronomía egipcia es un espejo de su alma: antigua, diversa y profundamente humana. Para el viajero, cada plato es una puerta abierta a la historia y a la gente de este país fascinante. Quien prueba sus sabores entiende que Egipto no solo se visita: se saborea.

Bayaguana, el secreto verde de Monte Plata donde el tiempo se detiene

Redacción (Madrid)

la provincia de Monte Plata, escondido entre colinas verdes y caminos de tierra rojiza, se encuentra el pequeño pueblo de Bayaguana, uno de los tesoros menos conocidos de la República Dominicana. A pesar de su cercanía con Santo Domingo, mantiene una identidad rural que parece inmune al paso del tiempo. Su aire fresco, su gente amable y sus paisajes naturales lo convierten en un refugio ideal para quienes buscan una experiencia auténtica lejos de los destinos turísticos tradicionales.

Bayaguana es conocida por su entorno natural, en especial por el Salto Alto de Bayaguana, una cascada de tres niveles que cae entre paredes de roca cubiertas de musgo. El sonido del agua, mezclado con el canto de las aves, crea una atmósfera de serenidad difícil de encontrar en otros lugares. Los visitantes pueden bañarse en las pozas cristalinas o simplemente disfrutar del paisaje que rodea el río Comate, uno de los más limpios y caudalosos de la zona.


El pueblo también tiene una profunda tradición religiosa y cultural. Cada 28 de diciembre se celebra la famosa Romería al Santo Cristo de Bayaguana, una peregrinación en la que cientos de fieles llegan a caballo desde distintos puntos del país para cumplir promesas. Es una de las manifestaciones más antiguas del sincretismo religioso dominicano, donde la fe católica se mezcla con creencias populares y con la alegría festiva del pueblo.


Caminar por Bayaguana es adentrarse en un ritmo de vida tranquilo. Las calles están llenas de casitas coloridas, niños jugando en las aceras y mujeres conversando en los portales mientras cae la tarde. En los colmados suena la bachata y el aroma del café recién colado se mezcla con el de la tierra húmeda. La hospitalidad es una constante: basta con preguntar una dirección para terminar compartiendo una historia o una sonrisa.


Lejos de los complejos turísticos y de las playas más conocidas, Bayaguana ofrece otra cara de la República Dominicana: la del campo fértil, la devoción, el silencio de los bosques y la calidez humana. Es un lugar donde el visitante se desconecta del ruido del mundo moderno y se reconcilia con lo esencial, recordando que la verdadera belleza a veces se encuentra en los pueblos que todavía no han sido descubiertos.