
Redacción (Madrid)
En el extremo noroeste de República Dominicana, donde el sol se acuesta lento sobre un mar de tonos cobre y esmeralda, Monte Cristi vive ajeno al bullicio de los polos turísticos del país. Este rincón fronterizo, con sus casas de madera de herencia victoriana, salinas centenarias y un parque nacional que mezcla mar y desierto, ofrece la experiencia perfecta para quienes buscan un día de calma auténtica.
Mañana: Despertar frente al Morro
El día comienza temprano, con el perfil inconfundible de El Morro dibujando la línea del horizonte. A las 7:00 a.m., cuando la brisa aún es fresca, un paseo en bote por las aguas del Parque Nacional Monte Cristi revela manglares, cuevas marinas y un litoral donde las olas parecen murmurar más que romper. Desde el mar, El Morro se eleva como un centinela de piedra, dorado por el sol naciente.
Para los más curiosos, el guía local suele narrar historias de contrabandistas y pescadores que, durante décadas, hicieron de esta costa un punto estratégico. El trayecto es breve, pero deja la sensación de haber retrocedido en el tiempo.
Mediodía: Mariscos sin artificios
De regreso a tierra, la cocina local espera sin protocolos ni cartas extensas. Un almuerzo en uno de los comedores familiares frente al mar —quizá un pargo frito acompañado de tostones y aguacate— es la mejor manera de honrar la pesca del día. Aquí, el plato llega a la mesa sin pretensiones: fresco, simple y con el sabor de las manos que lo preparan.
En la sobremesa, el calor invita a caminar despacio por el malecón, observando las casas de madera con balcones de filigrana, herencia de comerciantes europeos que llegaron hace más de un siglo.
Tarde: Salinas y flamencos
A media tarde, el paisaje cambia. A pocos minutos del centro, las salinas artesanales se extienden como espejos que capturan el cielo. Hombres y mujeres extraen la sal bajo un sol intenso, siguiendo un método que apenas ha variado desde la época colonial.
En la cercanía, la laguna de Monte Cristi sorprende con bandadas de flamencos que tiñen de rosa el horizonte. La luz de la tarde, reflejada en el agua, convierte la escena en una postal serena, casi cinematográfica.
Noche: Arquitectura y calma
El cierre de la jornada no requiere grandes planes. Un paseo vespertino por las calles tranquilas permite apreciar la arquitectura victoriana, con fachadas de colores que el salitre ha suavizado con el tiempo. En las aceras, vecinos conversan sin prisa, mientras las farolas proyectan una luz cálida sobre las paredes de madera.
Para la cena, un sencillo plato de pescado al coco o un sancocho criollo puede acompañarse con una cerveza fría. Aquí, la noche no es para bailar hasta el amanecer, sino para escuchar el sonido del mar y dejar que la brisa cargada de sal cuente sus propias historias.