Redacción (Madrid)

En el extremo noreste de la República Dominicana, más allá del bullicio de los destinos turísticos tradicionales, Las Galeras guarda celosamente su autenticidad. Este pequeño poblado costero en la península de Samaná ofrece una versión sin filtros del Caribe: cocoteros que se inclinan sobre arenas vírgenes, caminos de tierra, pescadores madrugadores y una calma que desconcierta. A diferencia de sus vecinas más comerciales, Las Galeras ha aprendido a resistirse al turismo masivo sin renunciar a su encanto natural.

El amanecer en Playa Grande marca el inicio de una jornada distinta. Los primeros rayos de sol iluminan barcas ancladas en la orilla y gallinas que deambulan entre casas de madera. Más tarde, el desayuno criollo —mangú, salami y café colado— se disfruta en porches abiertos mientras los locales saludan sin premura. Aquí, la rutina diaria parece haber pactado con la naturaleza: se vive al ritmo del mar, del calor y del viento.

Uno de los tesoros mejor guardados del área es Playa Rincón, una extensión de arena blanca rodeada de palmas y montañas, donde el océano Atlántico se encuentra con el río Caño Frío. A diferencia de otras playas dominicanas, no hay hoteles ni sombrillas alineadas; solo vendedores locales ofreciendo pescado frito y turistas esporádicos que llegan tras media hora de motoconcho. El aislamiento ha preservado su belleza casi intacta.

Por la tarde, los viajeros más curiosos se aventuran a pie hacia La Boca del Diablo, una caverna natural donde las olas se cuelan con fuerza y escapan por una abertura con un sonido estruendoso. Desde allí, el camino de regreso al pueblo invita a ver el atardecer desde algún mirador improvisado: una colina, una roca, o el techo de una guagua abandonada. La luz cae lentamente, dorando todo a su paso.

Al caer la noche, la comunidad se reúne frente al mar. Una fogata, una bocina modesta y guitarras desafinadas bastan para crear una atmósfera íntima. No hay fiestas organizadas ni luces artificiales, solo la sensación compartida de estar en un lugar que todavía se siente real. Las Galeras no necesita anunciarse: quienes lo descubren lo recuerdan como un refugio, no como un destino. Una joya escondida del Caribe que, quizás, prefiere seguir siéndolo.

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