Por David Agüera

La ciudad se despliega como un secreto que se va dejando leer calle a calle, como si el tiempo hubiese pactado con las piedras para que no todo se revelara a la primera mirada. Son las seis de la tarde y el sol comienza a rendirse detrás de los cerros, proyectando sombras largas sobre los balcones coloniales. En Guanajuato la luz no se va, se esconde con elegancia.

He llegado sin prisa, como quien busca algo sin saber muy bien qué. El aire huele a cantera y café, a humedad antigua y juventud presente. La ciudad murmura bajo tierra y sobre los tejados. Hay algo aquí que recuerda a los escenarios de una novela de Zafón: misterio suspendido, belleza en ruinas controladas, un eco invisible de historias que no terminan de morir.

Caminar por Guanajuato no es caminar. Es participar de una coreografía de siglos. El Teatro Juárez emerge como un templo griego en mitad de la traza novohispana, su fachada custodiada por musas de bronce que parecen vigilar los pasos de los curiosos. Me detengo frente a sus puertas. Una pareja se hace fotos; un grupo de estudiantes —con guitarras, cerveza y futuro— se ríe en las escalinatas.

Dentro, se ensaya una ópera. Afuera, la vida no ensaya: se representa en tiempo real.
Subo hacia la Universidad. Escalones infinitos. Cada uno parece tener la huella de generaciones que pasaron antes. Es un edificio sobrio, imponente, casi inquisitorial. Pero de su interior brota una energía vivaz. Jóvenes con libros y celulares, con sueños entre los dientes. El contraste es delicioso: lo gótico frente al presente. Lo que fue, junto a lo que está siendo.

El atardecer cede y la ciudad se enciende desde abajo. Las luces no iluminan: acarician. Calles estrechas se convierten en laberintos. Si Dan Brown hubiera nacido en México, aquí habría ambientado su novela más oscura: túneles subterráneos, pasajes secretos, leyendas en cada esquina. Hay un fresco olor a historia que no necesita artificios.

Tomo el funicular. Subir así, en silencio, viendo cómo el casco antiguo se va desplegando a mis pies, es como leer el índice de una novela antes de abrirla. Desde el mirador del Pípila, la vista corta la respiración: tejados apretujados como confesiones, cúpulas que parecen flotar, colores vivos que desafían la lógica de una ciudad antigua. Guanajuato es un oxímoron que funciona: vibrante y detenida, barroca y liviana.

Empieza a hacer fresco. En la Plaza de la Paz, los músicos afinan. Una estudiantina canta viejos romances mientras los turistas, algunos incrédulos, otros embobados, se suman al ritual. Una señora vende nieves; un niño corre; un hombre lee un periódico doblado en cuatro. No hay artificio: todo es real. Incluso lo que parece irreal.

La noche cae completa. Las farolas dibujan sombras que parecen letras en cursiva sobre las paredes. En un rincón, un café jazz deja escapar notas melancólicas. En otro, una pareja discute en voz baja sobre el futuro. Yo solo camino, sin rumbo, sabiendo que Guanajuato no se recorre: se escucha.
Y entonces entiendo: esta ciudad no es un destino. Es una novela que se vive a pie.

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