Por David Agüera

En el centro palpitante de León, donde el tiempo no se mide en horas sino en suspiros detenidos entre vitrales y ecos, se alza un templo que no sólo desafía las alturas, sino también al olvido: el Templo Expiatorio del Sagrado Corazón de Jesús. No es una iglesia, ni una postal para devotos apresurados. Es un pacto de piedra con la eternidad, un testimonio vertical de fe y arte donde cada gárgola, cada arco ojival, parece susurrar secretos de otro siglo.


A uno le basta cruzar su umbral para sentir que ha entrado en un libro que aún no ha sido escrito. Porque el Expiatorio no se visita: se descifra. Como una catedral gótica transplantada de Reims o Chartres, pero injertada con alma mexicana, este templo guarda en sus muros una historia que se resiste a ser simplemente contada.

Es necesario caminarlo, dejar que los pasos resuenen en su nave central mientras la luz, filtrada por los vitrales de colores casi imposibles, incendia el aire con un aura que no se puede fotografiar sin perder la mitad del milagro.


Dicen que las grandes obras no pertenecen a sus arquitectos, sino al tiempo que las esculpe. El Templo Expiatorio comenzó a construirse en 1921, con los vientos de la Revolución aún oliendo a pólvora en la memoria del país. Los primeros obreros que levantaron su estructura trabajaban con la misma reverencia con la que un monje copia a mano un Evangelio.

Interior del Templo Expiatorio del Sagrado Corazón de Jesús, Lugares y Más

Nada fue rápido, nada fue sencillo. Hubo décadas de pausa, de persecuciones, de silencios. Pero León —la ciudad de los pasos firmes— no olvida lo que vale la pena ser terminado. Y hoy, más de un siglo después, la aguja del Expiatorio se clava en el cielo con una elegancia que no necesita alarde.


Las criptas subterráneas —humildes y solemnes— nos recuerdan que la eternidad comienza bajo tierra. Allí, en la penumbra perfumada por cera y silencio, reposan quienes apostaron su vida a una causa más grande que ellos mismos. Arriba, los vitrales cuentan pasajes bíblicos como si fueran retablos vivos. Las figuras parecen moverse cuando el sol cambia de ángulo; una ilusión óptica o un pequeño prodigio que ocurre cada mañana, para quien sabe mirar.


Pero si hay un instante en el que el Expiatorio alcanza su plenitud, es al caer la tarde, cuando la ciudad enmudece y los últimos rayos del sol incendian su fachada de cantera blanca. Entonces, el templo se convierte en una llama quieta que arde en silencio. Es imposible no quedarse quieto, como un soldado ante la bandera, como un niño ante una historia que no quiere que termine.


El Templo Expiatorio no sólo es un lugar para creyentes, sino para aquellos que todavía creen en el asombro. En una ciudad que mira al futuro sin perder de vista su alma, este santuario no es un monumento: es un latido. Un recordatorio pétreo de que, en León, la belleza no se impone. Se revela.

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