Por David Agüera


Fue al caer la tarde cuando el calor del Bajío empezó a aflojar su puño seco. Llegué a León con la piel cansada del viaje y el alma abierta, dispuesto a dejarme herir dulcemente por la ciudad. León, de calles anchas, luces bajas y silencios cargados, se me ofrecía como esas ciudades que se intuyen antes de pisarlas, que ya se sueñan antes del primer trago.

No sabía entonces que aquella noche sería la primera de muchas. Tampoco sabía que la compañía perfecta se encuentra sin buscarla, como se encuentran los buenos tacos en tierras que saben a historia. Porque así fue: los tacos no eran de carne, ni de pescado, ni de moda. Eran de gloria. De esos que uno muerde y siente que algo se le ordena por dentro. El local tenía el rumor alegre de las buenas noches. Allí, entre risas y miradas, descubrí un sabor que alguien, no sin razón, llamó «tacos con sabor a Ángeles». Y así los sentí: crujientes, generosos, celestiales.

La compañía era otra cosa. No se nombra. Se siente. La conversación fluía entre murmullos y carcajadas discretas. Hablamos del alma de León, esa que no aparece en los folletos ni en los mapas turísticos. Hablamos de su piel curtida por la industria zapatera, de su corazón que late fuerte en las plazas y en los mercados, donde la vida sucede sin guion, con olor a cuero y a futuro.

León es una ciudad de contrastes: moderna y tradicional, urbana y provinciana, donde la fe se mezcla con el arte, y el bullicio con la calma de sus templos. En esta primera noche, descubrí que no es ciudad para mirar desde la distancia. Hay que caminarla, comerla, sentirla. Hay que dejar que te salpique con su luz naranja y sus historias rotas.

Sentado en un banco cualquiera, con los labios aún picantes por la salsa y el corazón tibio por la charla, comprendí que León no te da la bienvenida con discursos. Te seduce con detalles. Una sonrisa detrás de un mostrador. Un mariachi perdido en una callejuela. El rumor de la vida que no se detiene.

La ciudad se me entregó así: sin defensas, sin trampa. Y yo, que había llegado a verla de paso, me descubrí deseando quedarme. Porque León, como las buenas noches, no se olvida. Y apenas hemos empezado a sufrirla —en el mejor sentido del verbo, como decía Javier Reverte—: sufrirla como se sufre lo bello, lo intenso, lo que deja huella.Mañana habrá más. Hoy, sólo puedo decir que en León hay tacos que saben a Ángeles… y que hay noches que saben a verdad.

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