Redacción (Madrid)
Entre las colinas que separan Niza y Mónaco se alza Èze, un pequeño pueblo medieval que parece suspendido en el tiempo y colgado sobre el Mediterráneo. Sus estrechas calles empedradas, flanqueadas por casas de piedra con ventanas floridas, conducen inevitablemente hacia un mirador que ha sido descrito por artistas y viajeros como “uno de los balcones más bellos del mundo”.


A pesar de su reducido tamaño, Èze atrae cada año a miles de visitantes que buscan perderse en su trazado laberíntico, explorar las galerías de arte y boutiques artesanales, y descubrir el famoso Jardín Exótico, donde cactus y plantas subtropicales conviven con esculturas contemporáneas y vistas inigualables de la Costa Azul. Desde allí, en días despejados, es posible divisar hasta la isla de Córcega.


La historia del pueblo está marcada por su origen medieval y por la estratégica posición que ocupaba frente a las invasiones marítimas. El castillo que una vez lo coronó fue destruido en el siglo XVIII, pero sus ruinas siguen vigilando desde lo alto, recordando a los visitantes que Èze fue mucho más que un destino turístico: fue fortaleza, refugio y escenario de conflictos.


La influencia cultural francesa e italiana se percibe tanto en su gastronomía como en su vida cotidiana. Sus pequeños restaurantes ofrecen desde recetas provenzales tradicionales hasta cocina mediterránea de autor, en muchos casos con terrazas que parecen flotar sobre el mar. No en vano, varios chefs con estrellas Michelin han elegido Èze como escenario para sus creaciones culinarias.

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