En el extremo suroeste de la República Dominicana, donde el asfalto cede paso a caminos de polvo y la brisa salada se mezcla con el aroma de los manglares, se encuentra Laguna Oviedo, un paraíso semidesconocido en el corazón del Parque Nacional Jaragua.

Con una extensión de más de 27 kilómetros cuadrados, esta laguna salobre es mucho más que un espejo de agua: es un refugio vital para más de 60 especies de aves, entre ellas, el flamenco rosado, que cada amanecer tiñe el horizonte de un tono coral imposible de olvidar.

El acceso a Laguna Oviedo no es casual. Quien la visita debe atravesar un paisaje árido, casi lunar, salpicado de cactus y guayacanes. Una vez allí, el recorrido solo es posible en bote, guiado por pescadores y guardaparques que conocen cada islote —algunos apenas bancos de arena, otros verdaderos jardines flotantes— donde anidan iguanas y aves migratorias.

El agua de la laguna, con su peculiar tono verde-azulado, cambia de color según la hora del día y la intensidad del sol. En sus orillas, los visitantes pueden observar colonias de garzas, fragatas y pelícanos que conviven en una armonía frágil, amenazada por la presión del desarrollo y el cambio climático.

Visitar Laguna Oviedo es, en muchos sentidos, un viaje en el tiempo: no hay grandes hoteles, ni bares con música estridente. Solo el murmullo del viento, el golpe suave del remo en el agua y el vuelo pausado de los flamencos. Un recordatorio de que aún existen lugares donde la naturaleza conserva el protagonismo absoluto.

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