
Redacción (Madrid)
Viajar en el tiempo no es posible, pero hay destinos donde la historia palpita con tanta fuerza que la experiencia se siente casi real. Uno de esos lugares es la ciudad egipcia de Alejandría, y más concretamente, el recuerdo vivo de su antigua biblioteca: un proyecto tan colosal como enigmático que sigue deslumbrando siglos después de su desaparición. La Biblioteca de Alejandría no fue simplemente un edificio repleto de rollos de papiro. Fue un ideal. Un espacio donde el saber no conocía fronteras, y donde la humanidad, en sus múltiples lenguas y creencias, trató de entenderse a sí misma a través de la razón y la palabra escrita.

Fundada en el siglo III a.C. bajo el mandato del rey Ptolomeo I Sóter, la biblioteca formaba parte del gran complejo del Mouseion, dedicado a las musas —diosas griegas de las artes y las ciencias—. Inspirada en la filosofía de Aristóteles y en el modelo de escuelas como la de Atenas, el objetivo de esta institución era ambicioso: reunir todo el conocimiento humano en un solo lugar. A tal fin, los reyes ptolemaicos emprendieron una política activa de adquisición de manuscritos. Se cuenta que todos los barcos que atracaban en el puerto de Alejandría eran inspeccionados, y cualquier libro a bordo era copiado —a veces confiscado— para incrementar los fondos de la biblioteca.
Esta acumulación no era un mero acto de coleccionismo. La biblioteca se convirtió rápidamente en un centro de investigación y debate, acogiendo a pensadores de distintas procedencias. Aquí trabajaron figuras como Eratóstenes, que calculó con sorprendente precisión la circunferencia de la Tierra; Hipatia, matemática y filósofa, símbolo de la última etapa del saber clásico; o Zenódoto y Aristarco, quienes editaron y comentaron obras homéricas y elaboraron teorías astronómicas revolucionarias. El conocimiento no se archivaba, se cultivaba.

Turísticamente, imaginar la biblioteca es asomarse a un ideal cosmopolita que pocas veces se ha repetido. Si bien su destrucción —producto de múltiples incendios, conflictos políticos y religiosos— ha quedado envuelta en leyendas, su huella es tan duradera que inspiró la creación, en 2002, de la Bibliotheca Alexandrina moderna, una joya arquitectónica frente al Mediterráneo. Diseñada por el estudio noruego Snøhetta, su estructura circular y sus muros grabados con escrituras de todo el mundo evocan la universalidad de su antecesora.
Quien visita hoy esta biblioteca moderna no encontrará papiros originales ni textos antiguos, pero sí una propuesta cultural ambiciosa, con archivos digitales, exposiciones temporales, planetario, museos y centros de investigación. Más que reconstruir lo perdido, se ha intentado resucitar su esencia: un lugar de encuentro para la diversidad intelectual, donde el saber es compartido y no encerrado.

En este sentido, la Biblioteca de Alejandría no es solo una excursión histórica, sino un destino simbólico. Representa lo mejor de la humanidad: su capacidad para conservar, transmitir y transformar el conocimiento. En tiempos de exceso informativo, polarización y fugacidad, recordar el espíritu de Alejandría es un acto profundamente actual. Viajar allí, sea físicamente o con la imaginación, nos conecta con un legado común, con la idea de que el saber no es propiedad de unos pocos, sino un bien que trasciende naciones, religiones y épocas.
