
Por David Agüera
Uno no llega a Jalpa de Cánovas por accidente. Lo elige —o lo busca, incluso sin saberlo— como se buscan los lugares que cargan con la historia como una cicatriz hermosa. Hay en este rincón de Guanajuato una gravedad suave, como si el tiempo hubiera dejado de correr en voz alta y se limitara a observar, desde las esquinas empedradas, el ir y venir de los vivos.

Fundada en el siglo XVI como una estancia de ganado menor, la Hacienda de Jalpa floreció siglos después gracias a la familia Cánovas. Fue don Manuel Cánovas quien la convirtió en una joya agrícola y arquitectónica durante el Porfiriato, en ese tiempo que olía a modernidad y pólvora, cuando los hacendados tenían más poder que los gobernadores. La hacienda llegó a tener su propio sistema hidráulico, presas, molinos, incluso su moneda. Aquel esplendor todavía se respira en las ruinas majestuosas del casco, donde las paredes parecen sostenerse más por orgullo que por cemento.
Pero no todo fue gloria. Jalpa, como tantas otras joyas rurales, fue escenario del drama mexicano por excelencia: la Guerra Cristera. Aquí no hubo mitos, sino muertos. Las campanas que hoy suenan en la parroquia de San Antonio de Padua alguna vez repicaron para advertir del peligro, para llamar a misa prohibida o llorar a los mártires. En los alrededores se escondieron cristeros y federales, se libraron escaramuzas y se tejieron silencios. Aún hoy, los ancianos del pueblo bajan la voz cuando se menciona aquel tiempo.

Y sin embargo, Jalpa no es solo nostalgia. Es también la calma de un buen vino en Las Golondrinas, el restaurante que se ha vuelto punto de encuentro entre los fantasmas del pasado y los placeres del presente. Desde sus ventanales se ven bugambilias cayendo como lluvia lenta y el murmullo de la fuente acompaña el festín. Aquí uno puede perderse entre aromas de leña, salsas que parecen recetas de otra época y carnes cocidas con la paciencia que sólo los pueblos saben tener. Comiendo ahí, con un mezcal entre los dedos, se entiende por qué algunos deciden no irse nunca.
A unos pasos del centro está la Presa Vieja, construida a fines del siglo XIX. Sólida, de piedra, elegante en su funcionalidad. Más allá, la Presa Nueva, como la llaman los locales, da testimonio del paso del tiempo. No son sólo cuerpos de agua: son espejos donde se reflejan cielos que parecen pintados a mano y recuerdos que no terminan de irse. Familias enteras pasan ahí sus tardes, pescando, comiendo, olvidando.

Pérez-Reverte diría que este es un lugar donde las piedras aún cuentan historias si uno se toma el tiempo de escucharlas. Y tendría razón. Hay una dignidad antigua en las callejuelas polvorientas, en los portones de hierro forjado, en los tejados que crujen cuando baja el sol. Aquí todo está quieto, pero nada está muerto. Hay una vida discreta, de esas que no buscan likes ni hashtags.
Jalpa de Cánovas no es un pueblo mágico con luces de neón. Es una herida hermosa, una postal que sobrevivió al olvido. Es, sobre todo, una advertencia: de que hay lugares donde la historia no ha terminado de irse, y que aún nos espera en una mesa con pan recién hecho, junto a una copa y una conversación sin prisas.
Y eso, en estos tiempos, es casi un milagro.
