Redacción (Madrid)

Cuando se piensa en China, a la mayoría le vienen a la mente los rascacielos de Shanghái, la Gran Muralla, el ejército de terracota de Xi’an, o tal vez los templos milenarios de Pekín. Pocos, muy pocos, piensan en Guizhou. Y quizás por eso es tan fascinante.

Viajar a Guizhou es como dar un salto atrás en el tiempo, o más bien, a los lados. A los márgenes del mapa turístico clásico. Es una provincia montañosa, verde como un sueño húmedo de botánico, y salpicada de pueblos donde las tradiciones no se representan: se viven. No hay grandes luces de neón ni trenes de levitación magnética. Pero hay algo mejor: autenticidad.

La primera impresión de Guizhou es que flota entre las nubes. Literalmente. La neblina se enrosca en las montañas como si fuera parte del paisaje. Lo primero que uno aprende aquí es a desacelerar. No porque no haya cosas que ver (hay demasiadas), sino porque todo te pide calma. Desde los arrozales en terrazas de Congjiang hasta los ríos que serpentean entre las aldeas Miao, este no es un lugar para correr. Es para mirar. Escuchar. Oler.

Uno de los mayores tesoros de Guizhou son sus minorías étnicas, especialmente los Miao y los Dong. En aldeas como Zhaoxing o Xijiang, uno puede perderse (con suerte) entre casas de madera negra, callejones de piedra y rituales que no figuran en ninguna guía. Aquí, las mujeres siguen bordando trajes que tardan meses en completarse. Los hombres tocan flautas hechas a mano. Y si uno se queda el tiempo suficiente (o simplemente sonríe lo suficiente), puede ser invitado a una comida que comienza con un brindis de licor casero que quema pero enamora.

Nada está pensado para el turista. Y eso lo cambia todo.

Todo el mundo ha oído hablar de las Cataratas del Niágara o de Iguazú. Pero pocos conocen Huangguoshu, las cataratas más grandes de Asia. Están aquí, en Guizhou, rugiendo entre montañas como un secreto a voces. No tienen luces de colores ni espectáculos nocturnos. Solo agua cayendo con fuerza y belleza brutal. El sendero que rodea la cascada permite verla desde todos los ángulos, incluso por detrás, gracias a una cueva natural. Mojarse es parte del trato. Y vale cada gota.

Comer en Guizhou es un viaje en sí mismo. Si te gusta el picante, aquí te sentirás en casa (o sudando, pero feliz). Uno de los platos más populares es el suantangyu, pescado en caldo agrio, donde el sabor ácido se convierte en arte. Los ingredientes son locales, frescos y a menudo irreconocibles para los forasteros, pero todo se cocina con la sabiduría que solo da la paciencia. Además, aquí te sirven el arroz con una sonrisa tímida pero sincera. Eso no viene en el menú, pero se agradece más que el postre.

Guizhou no tiene el glamour de las ciudades famosas ni los clichés turísticos de otras provincias. A veces el autobús tarda, el traductor del teléfono se confunde, y el alojamiento no tiene más lujo que una manta caliente. Pero también tiene algo que no se compra ni se vende: la sensación de estar descubriendo algo antes que los demás.

Y eso, en este mundo cada vez más saturado de selfies y hashtags, vale oro.

Si buscas museos de cera, parques temáticos o cafés con gatos, este no es tu sitio. Pero si te interesa la belleza sin maquillaje, las culturas vivas, los paisajes que no caben en una postal y el tipo de viaje que te cambia más que la tarjeta SIM… entonces Guizhou te espera.

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