David Agüera

Hubo un tiempo, no tan lejano, en que Madrid olía a café de bar antiguo, a librería de viejo, a paso lento por el Retiro, a esa chulería elegante que no necesitaba más cartel que una reja levantada en Lavapiés o un cigarro a medio fumar en la plaza de Santa Ana. Era una ciudad que se sabía imperfecta, con más alma que escaparate, más historia que hashtags. Pero como toda ciudad que no quiere morirse de aburrimiento, Madrid entendió —a regañadientes, pero entendió— que el mundo ya no venía en tren, sino en vuelos baratos y con selfie stick.

Y vaya si cambió.

Hoy los turistas la invaden como si fuera una fiesta a la que todos han sido invitados tarde, pero igual se plantan con cerveza en mano. Y Madrid, que tiene más vidas que un gato callejero, se dejó seducir. No como esas ciudades que se venden por cuatro fotos en Instagram y un rooftop con DJ, sino como una vieja cortesana que, aun sabiendo lo que pierde, entiende muy bien lo que gana.

Porque sí, ahora hay más guiris que gatos, y en Malasaña se escucha más inglés que madrileño castizo. Pero también hay vida. Hay economía. Hay bares que no cierran, gente que paga entradas para museos que antes solo visitaban escolares aburridos, barrios que antes eran sombra y ahora son color. Madrid ha aprendido a usar el turismo como escudo y como espada: se protege de la decadencia y ataca la irrelevancia con esa mezcla suya de descaro y resistencia.

A los nostálgicos que protestan —y razones no les faltan— les diría que miren bien. No todo lo nuevo es enemigo. Madrid no se ha rendido al turismo; lo ha domesticado a su manera. Le ha enseñado a tomarse el vermú, a entender a Sabina, a respetar el silencio de los soportales del Rastro un domingo por la tarde.
No es una rendición, sino una metamorfosis.
Madrid no es la misma, claro. Pero sigue siendo ella. Con otra ropa, con otro idioma en las esquinas, pero con el mismo corazón cabreado, orgulloso y vivo.

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