

Redacción (Madrid)
Badajoz, ciudad fronteriza y guardiana del Guadiana, alberga entre sus calles una joya de piedra que ha resistido los embates del tiempo: su muralla. Este conjunto defensivo, que se extiende por más de seis kilómetros, no es solo una estructura militar, sino un palimpsesto de culturas, batallas y convivencia.
Construida en origen por los musulmanes en el siglo IX bajo el mandato de Ibn Marwan, la muralla fue concebida como bastión y símbolo del poder omeya en al-Ándalus. De aquella primitiva estructura aún se conservan lienzos importantes en la zona de la Alcazaba, que es en sí misma una de las mayores fortalezas musulmanas de Europa.
Con el paso de los siglos y los vaivenes del dominio cristiano y musulmán, la muralla fue adaptándose a las nuevas necesidades defensivas. Especialmente relevante fue la reforma llevada a cabo en el siglo XVII por ingenieros militares franceses y flamencos que adaptaron Badajoz a la moderna guerra de artillería. Nacía así la muralla abaluartada, un sistema defensivo con baluartes, revellines y fosos, que convirtió a la ciudad en una pieza estratégica durante la Guerra de Restauración portuguesa y la Guerra de Independencia española.

Hoy, recorrer la muralla de Badajoz es viajar en el tiempo. Desde el imponente baluarte de San Pedro hasta la puerta de Palmas, desde el río hasta la Alcazaba, el visitante puede caminar por paseos elevados, descubrir panorámicas de la ciudad y adentrarse en la historia desde múltiples ángulos. La muralla no solo resguarda piedra y memoria: es parte activa del paisaje urbano, un museo al aire libre donde se cruzan leyendas y realidad.
Además, la recuperación reciente de tramos ocultos y la creación de centros de interpretación hacen que la experiencia sea accesible, didáctica y emocionante para todo tipo de viajeros.
La muralla de Badajoz no es solo un testimonio arquitectónico: es una lección viva de frontera, resistencia y transformación. Una razón de peso para detenerse, observar… y dejarse conquistar.
