Redacción (Madrid)

En Cuba, la música no es solo una manifestación artística: es una forma de respirar. Basta con pasear por La Habana Vieja para que los oídos descubran lo que los ojos aún no han registrado. Desde un balcón colonial resuena el son cubano con su inseparable tres, en una esquina un dúo improvisa boleros con voz y guitarra, mientras que en el Malecón, los tambores afrocubanos se funden con el murmullo del mar. La isla vibra a ritmo propio, y esa vibración es su alma sonora.

La historia musical de Cuba es, en esencia, la historia de su pueblo. Forjada en el crisol de culturas africanas, españolas y caribeñas, la música ha sido lenguaje de resistencia, celebración y memoria colectiva. No se trata sólo de géneros mundialmente reconocidos como el son, la rumba o el mambo. En la actualidad, esa riqueza se ha multiplicado: se escucha jazz afrocubano en los clubes de Vedado, timba en las fiestas populares y reguetón en los altavoces de los barrios humildes. Cada ritmo tiene su espacio, su público, y sobre todo, su historia.

Caminar por Santiago de Cuba, cuna de muchos de estos géneros, es encontrarse con la raíz africana más profunda. Aquí la rumba no es espectáculo, sino ceremonia. En los solares —espacios comunitarios abiertos— los tambores batá aún se tocan como ofrenda, en vínculo directo con la santería, religión sincrética que también canta y baila. En esta ciudad, las agrupaciones tradicionales como Los Muñequitos de Matanzas o el Septeto Santiaguero son tan veneradas como cualquier estrella del pop internacional.

Y sin embargo, no es sólo el pasado el que resuena. Cuba ha sabido renovar su identidad sonora. Jóvenes músicos como Cimafunk, con su explosiva mezcla de funk, soul y sabor cubano, están reescribiendo las reglas desde dentro. Mientras tanto, en pequeños estudios caseros de barrios como Marianao o Centro Habana, productores independientes graban a artistas emergentes que fusionan trap con trova, electrónica con guaguancó.

La música en Cuba no necesita escenarios para existir. En cada esquina —literalmente— hay una canción esperando a nacer. Un niño improvisa versos repentistas en una cola, un anciano canta décimas sentado en un portal, una familia entera baila en la azotea al ritmo de una vieja grabación. El país entero parece vibrar con una frecuencia melódica constante, como si su tierra misma estuviera hecha de claves, cuerdas y voces.

En un mundo donde la música tiende cada vez más a la uniformidad, Cuba sigue siendo un bastión de autenticidad. Su alma sonora es su mayor patrimonio, uno que no está en los museos ni en las vitrinas, sino en la piel de su gente, en el ritmo de su caminar, en la cadencia de su hablar. Porque en Cuba, como reza un viejo dicho popular, “si no hay música, no hay vida”.

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