En pleno valle del río Ourthe, rodeada de colinas y frondosos bosques, se encuentra Durbuy, una localidad belga que presume con orgullo de ser “la ciudad más pequeña del mundo”. Con apenas 11.000 habitantes repartidos en su municipio, su casco histórico conserva el encanto medieval que la ha convertido en uno de los destinos turísticos más pintorescos de Valonia. Calles empedradas, casas de piedra y un ambiente acogedor la distinguen como un tesoro que parece detenido en el tiempo.
Su historia se remonta a la Edad Media, cuando el río favorecía el comercio de madera y piedra, y el castillo de los Condes de Ursel ejercía como símbolo de poder. Hoy, ese mismo castillo domina el paisaje, aunque permanece cerrado al público. En sus alrededores, la artesanía y la gastronomía típica belga —como las confituras caseras, las cervezas artesanales y los embutidos de la región— atraen cada fin de semana a visitantes nacionales y extranjeros.
Durbuy es también un paraíso para los amantes de la naturaleza. Desde el cercano Parque de Topiaria, donde más de 250 figuras vegetales sorprenden por su originalidad, hasta las rutas de senderismo y kayak por el Ourthe, el pueblo ofrece actividades durante todo el año. En primavera y verano, las terrazas al aire libre se llenan de vida, mientras que en invierno la villa luce una iluminación navideña que parece sacada de un cuento.
La economía local gira en torno al turismo sostenible. Pequeños hoteles familiares, casas rurales y restaurantes con productos de proximidad son la base de su oferta. Lejos del bullicio de las grandes ciudades, Durbuy ha sabido mantener un equilibrio entre modernidad y tradición, convirtiéndose en un ejemplo de cómo preservar el patrimonio sin renunciar al progreso.
Con cada visitante que pisa sus calles adoquinadas, Durbuy confirma su reputación de joya escondida en el corazón de Bélgica. Un lugar donde la historia, la naturaleza y la hospitalidad se entrelazan, ofreciendo una experiencia que va más allá del turismo: la sensación de viajar a otra época sin abandonar el presente.
La capital de Argelia, Argel, conocida como Al-Djazaïr, es una ciudad que combina el encanto mediterráneo con un profundo legado histórico. Situada a orillas del mar, entre colinas verdes y un puerto que ha sido testigo de siglos de comercio y culturas, Argel es un destino turístico que invita a descubrir su arquitectura, sus barrios antiguos y sus paisajes costeros.
Argel es conocida como la “Perla Blanca” por el color de sus edificios que descienden en terrazas hacia el mar. Pasear por su costa permite contemplar una fusión de modernidad y tradición: bulevares amplios, palmeras, cafés frente al puerto y el azul profundo del Mediterráneo. Para el viajero, caminar por el Boulevard Che Guevara o disfrutar del atardecer desde el Jardín de Essai du Hamma es una experiencia relajante y fotogénica.
Uno de los tesoros turísticos de Argel es la Casbah, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Este barrio histórico es un laberinto de callejones estrechos, casas encaladas y patios interiores que reflejan la herencia otomana y árabe de la ciudad. Entre sus rincones destacan:
La Mezquita Ketchaoua, ejemplo del arte islámico local.
El Palacio del Dey, con vistas al puerto y vestigios de la época otomana.
Mercados tradicionales donde se percibe el aroma de especias y pan recién horneado.
Explorar la Casbah es como viajar en el tiempo, descubriendo un patrimonio vivo que combina historia y vida cotidiana.
Argel ofrece una rica oferta cultural para los amantes del arte y la historia:
Museo Nacional de Antigüedades, que conserva piezas romanas, islámicas y bereberes.
Museo de Bellas Artes de Argel, con obras que muestran la influencia europea y africana.
Teatro Nacional de Argel, donde los visitantes pueden disfrutar de representaciones de música y danza tradicional.
Además, la ciudad cuenta con cafés y restaurantes que combinan gastronomía mediterránea y magrebí, ofreciendo al turista sabores como el cuscús, el tajín y dulces con miel y almendras.
El litoral de Argel invita al descanso y la fotografía. Playas como Sidi Fredj o Palm Beach ofrecen vistas panorámicas y son puntos ideales para disfrutar del mar o realizar paseos en barco. Desde estos escenarios, el contraste entre el azul del Mediterráneo y la arquitectura blanca de la ciudad es inolvidable.
Visitar Argel es sumergirse en una ciudad donde el Mediterráneo se encuentra con siglos de historia y cultura. Entre la serenidad de sus jardines, el misterio de la Casbah y la vitalidad de su puerto, la capital argelina ofrece un turismo auténtico, ideal para quienes buscan belleza, tradición y paisajes únicos.
El mar ejerce un magnetismo difícil de resistir: el sonido de las olas, la arena bajo los pies y el horizonte infinito invitan al descanso y la aventura. Sin embargo, no todas las playas son tranquilas postales de vacaciones. Algunas esconden peligros naturales que despiertan la curiosidad de viajeros intrépidos que buscan experiencias extremas. Con precaución y respeto, estos destinos ofrecen un turismo diferente, donde la belleza del océano se combina con la adrenalina.
1. Praia do Norte – Nazaré, Portugal
Famosa por sus olas gigantes, esta playa del Atlántico atrae a surfistas profesionales de todo el mundo. Los espectaculares muros de agua pueden superar los 30 metros, convirtiendo a Nazaré en la meca de los deportes extremos. Para los turistas, el mirador del Fuerte de San Miguel Arcángel ofrece una vista segura para admirar este espectáculo natural sin correr riesgos.
2. Playa de Hanakapiai – Hawái, Estados Unidos
Ubicada en la salvaje costa de Na Pali, en la isla de Kauai, esta playa deslumbra por su arena dorada y sus acantilados verdes. Sin embargo, es conocida por sus corrientes de resaca extremadamente fuertes. Se recomienda a los visitantes disfrutar del paisaje y las caminatas por los senderos cercanos, como el Kalalau Trail, evitando nadar en el mar abierto.
3. Fraser Island – Australia
La isla de arena más grande del mundo combina selvas, lagos y playas impresionantes. Pero el océano que la rodea es uno de los más peligrosos: está habitado por tiburones blancos, medusas venenosas y presenta fuertes corrientes. Aun así, la isla ofrece atractivos únicos, como los lagos de agua dulce McKenzie y Wabby, donde los visitantes pueden nadar sin riesgo.
4. Skeleton Coast – Namibia
Llamada “La Costa de los Esqueletos”, este desierto que se encuentra con el Atlántico es un escenario de belleza desoladora. Sus playas son peligrosas por corrientes heladas, oleaje impredecible y niebla espesa, factores que durante siglos causaron naufragios. Hoy es un destino para aventureros que buscan safaris costeros y la contemplación de un paisaje casi surrealista.
5. Playa de Kilauea – Hawái, Estados Unidos
Esta playa es única porque está junto a un volcán activo que ha creado arena negra con su lava. Aunque su paisaje es fascinante, el agua puede ser peligrosa por oleaje irregular y rocas afiladas. El atractivo principal es observar cómo la naturaleza transforma constantemente el litoral, ofreciendo un espectáculo geológico en vivo.
El turismo en playas peligrosas no está hecho para nadadores desprevenidos, sino para viajeros responsables que saben disfrutar de la naturaleza sin desafiar sus límites. Observar olas gigantes, caminar entre arenas volcánicas o explorar costas desoladas puede ser una experiencia inolvidable, siempre que se sigan las recomendaciones de seguridad. Estas playas, más que un lugar para relajarse, son escenarios donde la belleza del mar se muestra en su versión más salvaje.
Redacción (Madrid) En el corazón de la provincia de Hunan, al suroeste de China, se alza Fenghuang, un pintoresco pueblo que parece detenido en el tiempo. Fundado hace más de 300 años durante la dinastía Qing, este enclave es considerado uno de los destinos más encantadores del país, gracias a su arquitectura tradicional, sus calles empedradas y sus balcones de madera que se asoman al río Tuojiang. La bruma matinal que envuelve los tejados curvados le da un aire de misterio que atrae tanto a turistas como a fotógrafos en busca de escenas únicas.
La vida en Fenghuang transcurre a un ritmo sereno, lejos del bullicio de las grandes urbes chinas. Los habitantes, en su mayoría pertenecientes a las etnias miao y tujia, mantienen vivas sus costumbres ancestrales. Es común encontrar mujeres ataviadas con trajes bordados a mano, vendiendo artesanías o preparando platos tradicionales en pequeños puestos callejeros. El sonido de los tambores y las danzas folclóricas acompañan muchas de las festividades locales, convirtiendo cada visita en una experiencia cultural inmersiva.
Uno de los principales atractivos del pueblo es su puente de piedra, que conecta ambas orillas del Tuojiang y ofrece una de las vistas más icónicas de Fenghuang. A los lados del río, casas de pilotes —conocidas como diaojiaolou— se alzan sobre el agua, iluminándose con faroles rojos al caer la noche. Este espectáculo nocturno, reflejado en el cauce tranquilo, ha sido descrito por viajeros como una postal viva de la China tradicional.
No obstante, el crecimiento del turismo ha planteado nuevos desafíos. En la última década, la afluencia masiva de visitantes ha puesto en riesgo parte del patrimonio arquitectónico y ha elevado el costo de vida para los residentes locales. Autoridades y comunidades trabajan en conjunto para equilibrar el desarrollo económico con la preservación cultural, con proyectos que buscan limitar la construcción moderna dentro del casco histórico y fomentar un turismo sostenible.
Hoy, Fenghuang se perfila como un ejemplo de cómo la tradición puede convivir con la modernidad. Con su encanto intacto y su firme apuesta por la conservación, este pequeño pueblo no solo se ha convertido en un destino obligado para quienes visitan China, sino también en un símbolo de resistencia cultural en medio de la globalización. Para quienes buscan una experiencia auténtica, caminar por sus callejones empedrados es, sin duda, un viaje directo al pasado.
Viajar a los escenarios del western en Estados Unidos es más que una ruta por lugares de película: es una inmersión en el imaginario colectivo de una nación, un recorrido visual por paisajes que definieron el cine clásico y las narrativas del héroe solitario, la frontera y la ley del más fuerte. De Monument Valley a Tombstone, el desierto americano conserva la épica visual que transformó simples parajes naturales en auténticos templos del cine.
Uno de los puntos clave es Monument Valley, en la frontera entre Utah y Arizona. Sus formaciones rocosas, esculpidas por el viento y el tiempo, se alzan como catedrales naturales. Este escenario se convirtió en icono gracias a John Ford, quien lo usó repetidamente en películas como La diligencia (1939) y Centauros del desierto (1956). Hoy, los visitantes pueden recorrer la zona en coche, a pie o acompañados por guías navajos, descubriendo no solo el cine, sino también la historia indígena del territorio.
Otro lugar esencial es Tombstone, Arizona, un pueblo donde el tiempo parece haberse detenido en 1881. Aquí ocurrió el famoso tiroteo en el O.K. Corral, y la localidad conserva su estética de saloons, caballos y duelos al sol. Las recreaciones históricas y museos convierten la ciudad en un parque temático del Viejo Oeste, ideal para los amantes del western clásico.
En New Mexico, el desierto de White Sands y los alrededores de Santa Fe han sido usados para decenas de películas y series, desde westerns hasta adaptaciones modernas del género. Estudios de cine como Bonanza Creek Ranch todavía acogen rodajes, y ofrecen visitas guiadas a quienes desean ver decorados originales en plena naturaleza.
El oeste de Texas, con pueblos como Marfa y El Paso, también ha sido protagonista silencioso de innumerables producciones. Allí, los horizontes interminables, los caminos polvorientos y las viejas estaciones de tren se transforman en escenarios perfectos para la nostalgia del western crepuscular.
Recorrer los escenarios del western es, en el fondo, una forma de revivir una mitología visual profundamente enraizada en la cultura estadounidense. Es ver cómo el paisaje natural se convirtió en personaje y cómo aún hoy, sin cámaras ni actores, esos lugares siguen proyectando su propia historia. Un turismo para amantes del cine, de la historia, y de los grandes horizontes.
Visitar el Hermitage no es simplemente entrar en un museo: es adentrarse en la historia viva de un imperio, en el esplendor del arte europeo y en la grandeza arquitectónica que define a San Petersburgo. Situado a orillas del río Neva, este inmenso complejo, fundado en 1764 por la emperatriz Catalina la Grande, es hoy uno de los museos más importantes y visitados del mundo.
El Hermitage no solo deslumbra por su colección —más de tres millones de piezas que abarcan desde el Antiguo Egipto hasta el arte contemporáneo— sino también por el palacio que lo alberga. El Palacio de Invierno, antigua residencia de los zares, es un monumento en sí mismo: techos ornamentados, salones dorados, escalinatas de mármol y una belleza escénica que convierte cada paso en un viaje sensorial.
Desde obras de Da Vinci, Rembrandt, Goya o Picasso, hasta joyas decorativas y tapices históricos, cada sala revela un fragmento de la historia del gusto, el poder y la sensibilidad artística de Europa y Rusia. Pero también, el Hermitage es símbolo de resiliencia: sobrevivió guerras, revoluciones y siglos de cambios, transformándose en un emblema cultural accesible para todo el mundo.
Un paseo por el Hermitage es un recorrido que abarca siglos y continentes. Sus pasillos, majestuosos y casi infinitos, hacen que incluso el visitante más desprevenido se sienta parte de un relato épico. Además, la experiencia va más allá de lo museístico: en verano, la luz del norte baña las fachadas pastel del complejo; en invierno, la nieve convierte al Hermitage en un escenario de novela rusa.
Hoy, con su presencia imponente en el centro de San Petersburgo, el Hermitage no solo preserva el arte universal, sino que sigue cumpliendo su función original: asombrar, educar y emocionar. Para el viajero cultural, es una parada obligatoria. Para el amante del arte, es un templo. Y para todos, es una ventana al alma artística de Rusia y al legado profundo de una Europa que aún late entre columnas, lienzos y salones de otro tiempo.
Viajar a las islas del mar Jónico es sumergirse en un Mediterráneo más íntimo y legendario. Situadas en la costa occidental de Grecia, estas islas —entre ellas Corfú, Cefalonia, Ítaca, Zante, Lefkada, Paxos y Kythira— ofrecen una experiencia turística rica en contrastes: playas de aguas cristalinas, montañas cubiertas de olivos, arquitectura veneciana y una cultura marcada por siglos de historia y mezcla de influencias.
Corfú, la más cosmopolita, combina palacios neoclásicos, fortalezas venecianas y callejuelas donde el tiempo parece haberse detenido. Su capital, Kerkyra, es Patrimonio de la Humanidad y un destino ideal para quienes buscan historia y sofisticación. Más al sur, Cefalonia y Lefkada deslumbran por sus playas dramáticas, como Myrtos o Porto Katsiki, donde el mar adquiere tonalidades imposibles de azul.
Ítaca, tierra de Ulises, es perfecta para viajeros literarios y contemplativos. Sus paisajes tranquilos, pueblos pequeños y rutas de senderismo permiten conectar con una Grecia más silenciosa y esencial. Zante (Zakynthos), por otro lado, atrae a quienes buscan una combinación entre belleza natural y vida nocturna, con lugares icónicos como la playa del Naufragio y cuevas marinas que parecen sacadas de otro mundo.
Más pequeñas, Paxos y Antipaxos son joyas escondidas, ideales para explorar en velero o en escapadas románticas. La transparencia de sus aguas y la tranquilidad de sus calas las convierten en un refugio para quienes huyen del turismo masivo.
Además de sus paisajes, las islas jónicas ofrecen una gastronomía sabrosa y generosa: pescados frescos, aceite de oliva local, vinos aromáticos y dulces tradicionales que hablan del cruce de culturas (griega, veneciana, otomana) que han dejado huella en cada puerto, en cada iglesia, en cada fiesta.
En conjunto, las islas del mar Jónico son un viaje sensorial y emocional. Invitan a la pausa, al descubrimiento pausado, a perderse entre olivos centenarios y leyendas homéricas. Un destino que mezcla mar y memoria, ideal tanto para aventureros como para quienes buscan simplemente contemplar la belleza del mundo desde una terraza con vistas infinitas al azul.
Ubicada en la encrucijada entre Europa y Asia, Georgia es uno de esos destinos que sorprenden sin necesidad de grandes artificios. Con una historia milenaria, una cultura vibrante y paisajes que oscilan entre las cumbres nevadas del Cáucaso y las suaves colinas vinícolas de Kajetia, este pequeño país del Cáucaso se ha convertido en uno de los secretos mejor guardados del turismo global. Y quien lo descubre, rara vez lo olvida.
Tiflis, la capital, es el primer impacto: una ciudad marcada por sus contrastes. Callejones medievales conviven con arquitectura art nouveau, iglesias ortodoxas, sinagogas y mezquitas, y baños sulfurosos bajo cúpulas orientales. Pero más allá del trazado urbano, lo que enamora es su gente: los georgianos son hospitalarios por convicción cultural, y es común que un desconocido te invite a su casa a compartir vino y khachapuri (el tradicional pan con queso).
A nivel paisajístico, Georgia lo tiene todo: las montañas de Svaneti con sus torres defensivas; los monasterios excavados en roca como Vardzia o David Gareja; los valles verdes donde se produce vino con métodos que datan de hace 8.000 años, considerados los más antiguos del mundo. La región de Kajetia, en particular, es el paraíso del enoturismo, donde las bodegas familiares ofrecen degustaciones que son auténticas celebraciones.
También están sus playas en el mar Negro, como Batumi, con su arquitectura moderna y vida nocturna, que contrasta con los pueblos rurales donde el tiempo parece haberse detenido. Georgia ofrece una experiencia completa: espiritual en sus iglesias milenarias, épica en sus senderos montañosos, y sensorial en su comida especiada y su vino ámbar.
Viajar a Georgia no es solo recorrer un país, sino abrir una puerta a una historia profunda, a una cultura única marcada por el cruce de imperios, y a una forma de vivir donde la generosidad no es excepción, sino norma. Un destino ideal para el viajero curioso, amante de la naturaleza, la historia y los placeres sencillos pero memorables. Georgia no grita para atraer turismo: sus encantos susurran, y quien los escucha, queda marcado para siempre.
Viajar en el tiempo no es posible, pero hay destinos donde la historia palpita con tanta fuerza que la experiencia se siente casi real. Uno de esos lugares es la ciudad egipcia de Alejandría, y más concretamente, el recuerdo vivo de su antigua biblioteca: un proyecto tan colosal como enigmático que sigue deslumbrando siglos después de su desaparición. La Biblioteca de Alejandría no fue simplemente un edificio repleto de rollos de papiro. Fue un ideal. Un espacio donde el saber no conocía fronteras, y donde la humanidad, en sus múltiples lenguas y creencias, trató de entenderse a sí misma a través de la razón y la palabra escrita.
Fundada en el siglo III a.C. bajo el mandato del rey Ptolomeo I Sóter, la biblioteca formaba parte del gran complejo del Mouseion, dedicado a las musas —diosas griegas de las artes y las ciencias—. Inspirada en la filosofía de Aristóteles y en el modelo de escuelas como la de Atenas, el objetivo de esta institución era ambicioso: reunir todo el conocimiento humano en un solo lugar. A tal fin, los reyes ptolemaicos emprendieron una política activa de adquisición de manuscritos. Se cuenta que todos los barcos que atracaban en el puerto de Alejandría eran inspeccionados, y cualquier libro a bordo era copiado —a veces confiscado— para incrementar los fondos de la biblioteca.
Esta acumulación no era un mero acto de coleccionismo. La biblioteca se convirtió rápidamente en un centro de investigación y debate, acogiendo a pensadores de distintas procedencias. Aquí trabajaron figuras como Eratóstenes, que calculó con sorprendente precisión la circunferencia de la Tierra; Hipatia, matemática y filósofa, símbolo de la última etapa del saber clásico; o Zenódoto y Aristarco, quienes editaron y comentaron obras homéricas y elaboraron teorías astronómicas revolucionarias. El conocimiento no se archivaba, se cultivaba.
Turísticamente, imaginar la biblioteca es asomarse a un ideal cosmopolita que pocas veces se ha repetido. Si bien su destrucción —producto de múltiples incendios, conflictos políticos y religiosos— ha quedado envuelta en leyendas, su huella es tan duradera que inspiró la creación, en 2002, de la Bibliotheca Alexandrina moderna, una joya arquitectónica frente al Mediterráneo. Diseñada por el estudio noruego Snøhetta, su estructura circular y sus muros grabados con escrituras de todo el mundo evocan la universalidad de su antecesora.
Quien visita hoy esta biblioteca moderna no encontrará papiros originales ni textos antiguos, pero sí una propuesta cultural ambiciosa, con archivos digitales, exposiciones temporales, planetario, museos y centros de investigación. Más que reconstruir lo perdido, se ha intentado resucitar su esencia: un lugar de encuentro para la diversidad intelectual, donde el saber es compartido y no encerrado.
En este sentido, la Biblioteca de Alejandría no es solo una excursión histórica, sino un destino simbólico. Representa lo mejor de la humanidad: su capacidad para conservar, transmitir y transformar el conocimiento. En tiempos de exceso informativo, polarización y fugacidad, recordar el espíritu de Alejandría es un acto profundamente actual. Viajar allí, sea físicamente o con la imaginación, nos conecta con un legado común, con la idea de que el saber no es propiedad de unos pocos, sino un bien que trasciende naciones, religiones y épocas.
Redacción (Madrid) España se prepara para un verano 2025 cargado de planes, escapadas y paisajes que invitan al descanso o la aventura, según dicte el deseo de cada viajero. En un país que lo tiene todo —playas cristalinas, montañas verdes, ciudades con historia y pueblos con alma—, elegir destino no es tarea fácil. Pero hay lugares que este año destacan por su encanto renovado, su propuesta cultural o simplemente por ofrecer lo que todos buscamos cuando llegan las altas temperaturas: desconexión, belleza y una buena dosis de vida.
Aquí están los diez destinos más atractivos para disfrutar el verano español en todo su esplendor. Menorca vuelve a brillar con fuerza este 2025. Más allá de su perfil tranquilo y familiar, la isla balear ha apostado por mejorar la experiencia del visitante sin perder su esencia natural. Calas como Macarella y Mitjana siguen siendo postales vivas del Mediterráneo, mientras pequeños pueblos como Binibeca o Fornells seducen con su blancura y su cocina de mar. San Sebastián, por su parte, combina la elegancia del norte con una de las mejores ofertas gastronómicas de Europa. Sus playas urbanas, como La Concha, se disfrutan tanto como sus rutas de pintxos o sus festivales de verano que llenan la ciudad de música y cine.
En el sur, Cádiz late con una energía distinta. Sus playas abiertas al Atlántico —como Bolonia, Zahara o El Palmar— siguen siendo el refugio ideal para quienes buscan mar y autenticidad. Pero este año, los pueblos de la sierra gaditana y las propuestas culturales que florecen en la capital hacen que Cádiz se consolide como destino veraniego total. Más al norte, el corazón verde de Asturias atrae a quienes prefieren el frescor de la montaña. Cangas de Onís, con los lagos de Covadonga como telón de fondo, se llena de caminantes, ciclistas y familias que eligen naturaleza antes que sol ardiente.
Valencia también pisa fuerte este verano, con sus playas urbanas revitalizadas, su oferta cultural consolidada y nuevos espacios verdes pensados para recorrer a pie o en bici. En Galicia, A Coruña se posiciona como una escapada inteligente: buena gastronomía, temperatura amable y ese espíritu atlántico que impregna desde la Torre de Hércules hasta las tabernas del puerto. Y claro, Ibiza sigue en la lista. Este año, además del ocio nocturno que nunca pasa de moda, la isla refuerza su oferta de bienestar, con retiros, yoga frente al mar y una apuesta por el turismo más consciente.
Granada desafía el calor con su belleza inagotable. El Albaicín al atardecer, la Alhambra como postal permanente y una agenda de festivales que aprovecha sus espacios históricos para darles vida nueva. Para quienes quieren combinar playa y volcanes, Tenerife sigue siendo una garantía. Senderismo en el Teide, baños en piscinas naturales y pueblos como Garachico o La Orotava que enamoran a cada paso. Y como sorpresa final, Zaragoza. La capital aragonesa ha revitalizado sus riberas del Ebro, reactivado su agenda cultural y se presenta como una ciudad viva, ideal para escapadas que mezclan historia, arte y terraza con vistas.