Palermo, el pulso verde y cultural de Buenos Aires

Redacción (Madrid)

Palermo no es solo el barrio más extenso de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires; es también uno de los más vibrantes, diversos y encantadores. En sus calles, la historia y la modernidad coexisten, el arte se mezcla con la naturaleza, y el ritmo porteño late al compás de cafés, librerías, parques y mercados. Visitar Palermo es adentrarse en una experiencia urbana que captura el alma de Argentina desde un rincón cosmopolita y cálido.

Palermo es un caleidoscopio urbano. Técnicamente es un solo barrio, pero sus múltiples “sub-barrios” revelan diferentes personalidades. Palermo Soho, con sus boutiques de diseño independiente y su atmósfera bohemia, atrae a quienes buscan moda, arte callejero y gastronomía de autor. Palermo Hollywood, por su parte, toma su nombre de la concentración de productoras audiovisuales, y hoy es epicentro de bares modernos, cafés con encanto y una activa vida nocturna.

Más tranquilo y residencial es Palermo Chico, con embajadas, mansiones y museos como el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA). Las Cañitas, en cambio, ofrece una combinación de ambiente joven, bares exclusivos y cercanía con el hipódromo y los bosques.

El corazón verde del barrio son los Bosques de Palermo, un conjunto de parques y jardines diseñados en el siglo XIX por el paisajista Carlos Thays. Aquí, tanto locales como turistas se reúnen para correr, remar, andar en bicicleta o simplemente descansar junto al lago. El Rosedal, con más de 18.000 rosas, es uno de los puntos más fotografiados de la ciudad.

A pocos pasos, el Jardín Japonés ofrece una experiencia zen en medio de la ciudad, mientras que el Jardín Botánico resguarda cientos de especies vegetales y esculturas en un espacio de armonía natural.

Palermo es también un polo cultural. El ya mencionado MALBA exhibe obras de Frida Kahlo, Tarsila do Amaral y otros íconos latinoamericanos. El Museo Evita, en una antigua casona, recorre la vida de una de las figuras más emblemáticas de Argentina. Las librerías independientes y las galerías de arte salpican sus calles, promoviendo la creación local y el pensamiento crítico.

Pocas zonas de Buenos Aires igualan la oferta gastronómica de Palermo. Desde parrillas tradicionales argentinas hasta restaurantes veganos, cocina fusión, heladerías artesanales y cafeterías de especialidad, todo cabe en estas calles. La noche palermitana es otro atractivo, con bares secretos, rooftops, cervecerías artesanales y boliches para todos los gustos.

Palermo es mucho más que un barrio: es una experiencia multisensorial, un microcosmos donde conviven la historia nacional y las nuevas tendencias, el bullicio citadino y el murmullo de los árboles. Para el turista que busca conocer la esencia contemporánea de Buenos Aires sin perder contacto con su pasado, Palermo es una parada obligatoria. Aquí, cada esquina cuenta una historia, y cada paseo invita a quedarse un poco más.

Una tarde noche en Guanajuato dan para una novela llena de historias y matices

Por David Agüera

La ciudad se despliega como un secreto que se va dejando leer calle a calle, como si el tiempo hubiese pactado con las piedras para que no todo se revelara a la primera mirada. Son las seis de la tarde y el sol comienza a rendirse detrás de los cerros, proyectando sombras largas sobre los balcones coloniales. En Guanajuato la luz no se va, se esconde con elegancia.

He llegado sin prisa, como quien busca algo sin saber muy bien qué. El aire huele a cantera y café, a humedad antigua y juventud presente. La ciudad murmura bajo tierra y sobre los tejados. Hay algo aquí que recuerda a los escenarios de una novela de Zafón: misterio suspendido, belleza en ruinas controladas, un eco invisible de historias que no terminan de morir.

Caminar por Guanajuato no es caminar. Es participar de una coreografía de siglos. El Teatro Juárez emerge como un templo griego en mitad de la traza novohispana, su fachada custodiada por musas de bronce que parecen vigilar los pasos de los curiosos. Me detengo frente a sus puertas. Una pareja se hace fotos; un grupo de estudiantes —con guitarras, cerveza y futuro— se ríe en las escalinatas.

Dentro, se ensaya una ópera. Afuera, la vida no ensaya: se representa en tiempo real.
Subo hacia la Universidad. Escalones infinitos. Cada uno parece tener la huella de generaciones que pasaron antes. Es un edificio sobrio, imponente, casi inquisitorial. Pero de su interior brota una energía vivaz. Jóvenes con libros y celulares, con sueños entre los dientes. El contraste es delicioso: lo gótico frente al presente. Lo que fue, junto a lo que está siendo.

El atardecer cede y la ciudad se enciende desde abajo. Las luces no iluminan: acarician. Calles estrechas se convierten en laberintos. Si Dan Brown hubiera nacido en México, aquí habría ambientado su novela más oscura: túneles subterráneos, pasajes secretos, leyendas en cada esquina. Hay un fresco olor a historia que no necesita artificios.

Tomo el funicular. Subir así, en silencio, viendo cómo el casco antiguo se va desplegando a mis pies, es como leer el índice de una novela antes de abrirla. Desde el mirador del Pípila, la vista corta la respiración: tejados apretujados como confesiones, cúpulas que parecen flotar, colores vivos que desafían la lógica de una ciudad antigua. Guanajuato es un oxímoron que funciona: vibrante y detenida, barroca y liviana.

Empieza a hacer fresco. En la Plaza de la Paz, los músicos afinan. Una estudiantina canta viejos romances mientras los turistas, algunos incrédulos, otros embobados, se suman al ritual. Una señora vende nieves; un niño corre; un hombre lee un periódico doblado en cuatro. No hay artificio: todo es real. Incluso lo que parece irreal.

La noche cae completa. Las farolas dibujan sombras que parecen letras en cursiva sobre las paredes. En un rincón, un café jazz deja escapar notas melancólicas. En otro, una pareja discute en voz baja sobre el futuro. Yo solo camino, sin rumbo, sabiendo que Guanajuato no se recorre: se escucha.
Y entonces entiendo: esta ciudad no es un destino. Es una novela que se vive a pie.

Cuquita: donde el sabor sabe a hogar

Por Tamara Cotero

Fuimos a desayunar con Cuquita. Eso, así de sencillo. No había manteles largos, ni platos con nombres impronunciables. Había tamales, café de olla, risas, manos que no dejaban de moverse. Y una historia que se cuece, literalmente, todos los días a fuego lento en algún rincón de Guanajuato.

A Cuquita la conocen todos. Y no es una exageración: es una de las cocineras más premiadas del estado, una de esas mujeres que no necesitan carta de presentación porque su cocina habla por ella. Su nombre completo apenas se usa; basta con decir “Cuquita” y ya se entiende todo: sabor, trabajo, familia y una calidez que no se puede fingir.

Desayunamos en su casa, en Celaya, pero podría haber sido en cualquier otro punto del estado donde ha dejado huella. Llegamos temprano, aunque ya estaba todo listo. En la mesa: tamales de cazuela, de elote con rajas, unos dulces que sabían a infancia. “Estos los hacía mi abuela”, nos dijo mientras nos servía, y en su tono no había nostalgia, sino continuidad.

Cuquita no cocina: construye memoria. Y lo hace con ingredientes de mercado, con manos curtidas y con una alegría que no ha perdido a pesar de los años, del trabajo…

La cocina de Cuquita ha sido reconocida dentro y fuera del estado. Tiene premios, sí —los justos y necesarios—, pero lo que más pesa son las historias que carga cada platillo. En 2022, fue una de las representantes de Guanajuato en un festival gastronómico nacional donde su caldo de gallina y sus gorditas de horno pusieron a todos de pie. No hubo chef con estrella Michelin que pudiera contra ese sabor que huele a patio y a brasero.

Detrás de Cuquita están sus hijos. Dos de ellos ya se dedican de lleno a continuar el legado. “Sin ellos, nada de esto tendría sentido”, dice con orgullo. Uno maneja la logística, otro la ayuda a crear nuevas versiones de sus recetas tradicionales sin perder la esencia. Es una empresa familiar sin logotipo, pero con alma. Una cooperativa de amor.

Dice que no se siente famosa. Que lo suyo es cocinar y agradecer. Que lo importante es que la gente sepa que la comida mexicana no se encuentra en los restaurantes caros, sino en las casas como la suya, donde aún se nixtamaliza el maíz y se habla bajito para no espantar al mole.

Y así, entre sabores y anécdotas, Cuquita nos enseña que la mejor gastronomía de Guanajuato no sólo se sirve caliente. También se entrega con las manos llenas y el corazón abierto.

Cuando nos despedimos, no quiere que nos vayamos sin llevar algo. Nos da un tamal envuelto con una servilleta bordada. “Para el camino”, dice. Pero en realidad, es para el alma.

El corazón de piedra que mira al cielo en León de Guanajuato

Por David Agüera

En el centro palpitante de León, donde el tiempo no se mide en horas sino en suspiros detenidos entre vitrales y ecos, se alza un templo que no sólo desafía las alturas, sino también al olvido: el Templo Expiatorio del Sagrado Corazón de Jesús. No es una iglesia, ni una postal para devotos apresurados. Es un pacto de piedra con la eternidad, un testimonio vertical de fe y arte donde cada gárgola, cada arco ojival, parece susurrar secretos de otro siglo.


A uno le basta cruzar su umbral para sentir que ha entrado en un libro que aún no ha sido escrito. Porque el Expiatorio no se visita: se descifra. Como una catedral gótica transplantada de Reims o Chartres, pero injertada con alma mexicana, este templo guarda en sus muros una historia que se resiste a ser simplemente contada.

Es necesario caminarlo, dejar que los pasos resuenen en su nave central mientras la luz, filtrada por los vitrales de colores casi imposibles, incendia el aire con un aura que no se puede fotografiar sin perder la mitad del milagro.


Dicen que las grandes obras no pertenecen a sus arquitectos, sino al tiempo que las esculpe. El Templo Expiatorio comenzó a construirse en 1921, con los vientos de la Revolución aún oliendo a pólvora en la memoria del país. Los primeros obreros que levantaron su estructura trabajaban con la misma reverencia con la que un monje copia a mano un Evangelio.

Interior del Templo Expiatorio del Sagrado Corazón de Jesús, Lugares y Más

Nada fue rápido, nada fue sencillo. Hubo décadas de pausa, de persecuciones, de silencios. Pero León —la ciudad de los pasos firmes— no olvida lo que vale la pena ser terminado. Y hoy, más de un siglo después, la aguja del Expiatorio se clava en el cielo con una elegancia que no necesita alarde.


Las criptas subterráneas —humildes y solemnes— nos recuerdan que la eternidad comienza bajo tierra. Allí, en la penumbra perfumada por cera y silencio, reposan quienes apostaron su vida a una causa más grande que ellos mismos. Arriba, los vitrales cuentan pasajes bíblicos como si fueran retablos vivos. Las figuras parecen moverse cuando el sol cambia de ángulo; una ilusión óptica o un pequeño prodigio que ocurre cada mañana, para quien sabe mirar.


Pero si hay un instante en el que el Expiatorio alcanza su plenitud, es al caer la tarde, cuando la ciudad enmudece y los últimos rayos del sol incendian su fachada de cantera blanca. Entonces, el templo se convierte en una llama quieta que arde en silencio. Es imposible no quedarse quieto, como un soldado ante la bandera, como un niño ante una historia que no quiere que termine.


El Templo Expiatorio no sólo es un lugar para creyentes, sino para aquellos que todavía creen en el asombro. En una ciudad que mira al futuro sin perder de vista su alma, este santuario no es un monumento: es un latido. Un recordatorio pétreo de que, en León, la belleza no se impone. Se revela.

Bajo la piel de Cuba: El hechizo de las cuevas encantadas

Redacción (Madrid)

Cuba no solo vibra en la superficie. Mientras turistas y locales se rinden al vaivén del son y el aroma del café recién colado, existe otro mundo que palpita bajo sus suelos: un entramado de cuevas, cavernas y grutas que guardan el pulso más antiguo y mágico de la isla.

Estas formaciones geológicas —algunas de ellas aún inexploradas— están cargadas de historia, leyendas y rituales que sobreviven al paso del tiempo. Aquí, bajo tierra, la naturaleza y el mito se dan la mano en un silencio cargado de misterio.

La Gran Caverna de Santo Tomás: una ciudad bajo la piedra

Ubicada en la Sierra de Quemado, en la provincia de Pinar del Río, Santo Tomás no es solo la cueva más extensa de Cuba, sino la segunda más grande de toda América Latina. Con más de 46 kilómetros de galerías subterráneas distribuidas en ocho niveles, este coloso de roca caliza ha sido testigo de ceremonias religiosas, encuentros clandestinos y exploraciones científicas que aún hoy generan asombro.

Se dice que los antiguos abakuá, miembros de una sociedad secreta afrocubana, realizaban allí rituales nocturnos, acompañados por tambores que hacían vibrar la piedra como si estuviera viva.

Cueva de los Portales: arte, exilio y espíritu

Escondida entre los mogotes de la Sierra del Rosario, esta cueva no solo fue refugio del Che Guevara durante la Crisis de los Misiles (aunque prometí no hablar de política), sino un santuario natural de belleza casi teatral. Su entrada en forma de media luna, cubierta por helechos y raíces colgantes, parece salida de un cuento de hadas tropical.

Pero su verdadero encanto está más allá de la historia: cuenta la leyenda local que, al caer la tarde, un extraño resplandor azul emerge del agua subterránea que corre por sus entrañas. Los ancianos del pueblo aseguran que es “la luz del espíritu del río”, una manifestación ancestral que protege la cueva de profanadores.

Leyendas bajo tierra: del bohío al abismo

Mucho antes de la llegada de los colonizadores, los taínos ya consideraban las cuevas lugares sagrados. Creían que allí nacieron los primeros hombres, que fue del interior de la tierra que emergió el sol. En muchas cavernas aún se conservan petroglifos que narran esos mitos originarios.

Uno de los más conocidos es el de la Cueva de Ambrosio, en Varadero. Sus paredes están cubiertas de pictografías negras y rojas, hechas con resinas y carbón vegetal. Hoy, se conservan más de 70 dibujos que, al ser iluminados con linterna, parecen cobrar vida en la penumbra.

Turismo espiritual: el nuevo rostro del subsuelo cubano

En los últimos años, estas cuevas han atraído no solo a espeleólogos y aventureros, sino también a buscadores de experiencias místicas. Hay retiros de meditación, rutas nocturnas con guías que combinan narración oral con mitología afrocubana, y hasta ceremonias sincréticas realizadas con permiso de las comunidades locales.

Una de las experiencias más demandadas es el “Baño de los tres silencios”, una práctica espiritual en la Cueva de Bellamar, en Matanzas. Allí, los visitantes se sumergen en una poza subterránea y permanecen en absoluto silencio por tres minutos, conectando con la resonancia natural de la roca, el agua y la oscuridad.

Lupillos: la pizzería que transformó una casa histórica en punto de referencia gastronómica en León

Por Tamra Cotero

En una ciudad conocida por su industria del calzado y su crecimiento desbordado, es difícil que una pizzería familiar se convierta en un símbolo. Y sin embargo, Pizzería Lupillos, ubicada en la histórica Casa de las Monss, lo ha conseguido. No por marketing, influencers o diseño interior. Lo hizo a fuerza de sabor, constancia y una salsa chimichurri que obligó a los grandes a tomar nota.

Lupillos abrió sus puertas en 1991, en el barrio tradicional de Obregón, cerca del centro histórico de León, Guanajuato. El inmueble que lo alberga —conocido por generaciones como la Casa de las Monss— es una construcción de valor patrimonial, con techos altos, vigas de madera y un patio central. La familia Monss, de origen europeo, habitó el lugar durante décadas, y su huella persiste en algunos detalles de la arquitectura original. Cuando fue reacondicionado para funcionar como restaurante, no se alteró la estructura. Ese respeto a la historia urbana también forma parte del atractivo del sitio.

Pero más allá del espacio, lo que consolidó a Lupillos como referente local fue su cocina, en particular, su chimichurri. A principios de los años 2000, cuando la pizza seguía anclada al molde industrial de las cadenas multinacionales, Lupillos incorporó una salsa casera que mezclaba ajo, perejil, aceite de oliva, vinagre, chile y especias locales. Lo que nació como acompañamiento terminó por convertirse en el sello de la casa.

La demanda fue tal que los clientes empezaron a pedir botellas para llevar. En redes locales circulaban recomendaciones específicas: “pide extra chimichurri, vale la pena”. A los pocos años, competidores —incluidas franquicias internacionales— comenzaron a ofrecer salsas similares en León, una movida que no pasó desapercibida. Aunque la receta original nunca se compartió, su influencia en el panorama gastronómico de la ciudad fue evidente.
Hoy, Lupillos mantiene su perfil bajo. No hay franquicias, no hay espectáculo. El lugar sigue atendido por miembros de la familia fundadora. El menú ofrece pizzas horneadas al momento, pastas sencillas, pan de ajo casero y el famoso chimichurri, ahora también embotellado con etiqueta propia. El público es diverso: familias de toda la vida, jóvenes de la Universidad de León, visitantes que llegan recomendados por boca a boca.

Comer en Lupillos es más que pedir una pizza. Es entrar en un espacio donde la ciudad se toma un respiro. En medio de una León cada vez más vertical, más acelerada y más genérica, este sitio ofrece una experiencia sencilla, directa y auténtica. Sin exagerar: Lupillos no intenta impresionar, y por eso impresiona.

Jalpa de Cánovas: donde la historia no ha terminado de irse

Por David Agüera

Uno no llega a Jalpa de Cánovas por accidente. Lo elige —o lo busca, incluso sin saberlo— como se buscan los lugares que cargan con la historia como una cicatriz hermosa. Hay en este rincón de Guanajuato una gravedad suave, como si el tiempo hubiera dejado de correr en voz alta y se limitara a observar, desde las esquinas empedradas, el ir y venir de los vivos.

Fundada en el siglo XVI como una estancia de ganado menor, la Hacienda de Jalpa floreció siglos después gracias a la familia Cánovas. Fue don Manuel Cánovas quien la convirtió en una joya agrícola y arquitectónica durante el Porfiriato, en ese tiempo que olía a modernidad y pólvora, cuando los hacendados tenían más poder que los gobernadores. La hacienda llegó a tener su propio sistema hidráulico, presas, molinos, incluso su moneda. Aquel esplendor todavía se respira en las ruinas majestuosas del casco, donde las paredes parecen sostenerse más por orgullo que por cemento.

Pero no todo fue gloria. Jalpa, como tantas otras joyas rurales, fue escenario del drama mexicano por excelencia: la Guerra Cristera. Aquí no hubo mitos, sino muertos. Las campanas que hoy suenan en la parroquia de San Antonio de Padua alguna vez repicaron para advertir del peligro, para llamar a misa prohibida o llorar a los mártires. En los alrededores se escondieron cristeros y federales, se libraron escaramuzas y se tejieron silencios. Aún hoy, los ancianos del pueblo bajan la voz cuando se menciona aquel tiempo.

Interior de la Hacienda de Jalpa, Lugares y Más

Y sin embargo, Jalpa no es solo nostalgia. Es también la calma de un buen vino en Las Golondrinas, el restaurante que se ha vuelto punto de encuentro entre los fantasmas del pasado y los placeres del presente. Desde sus ventanales se ven bugambilias cayendo como lluvia lenta y el murmullo de la fuente acompaña el festín. Aquí uno puede perderse entre aromas de leña, salsas que parecen recetas de otra época y carnes cocidas con la paciencia que sólo los pueblos saben tener. Comiendo ahí, con un mezcal entre los dedos, se entiende por qué algunos deciden no irse nunca.

A unos pasos del centro está la Presa Vieja, construida a fines del siglo XIX. Sólida, de piedra, elegante en su funcionalidad. Más allá, la Presa Nueva, como la llaman los locales, da testimonio del paso del tiempo. No son sólo cuerpos de agua: son espejos donde se reflejan cielos que parecen pintados a mano y recuerdos que no terminan de irse. Familias enteras pasan ahí sus tardes, pescando, comiendo, olvidando.

Pérez-Reverte diría que este es un lugar donde las piedras aún cuentan historias si uno se toma el tiempo de escucharlas. Y tendría razón. Hay una dignidad antigua en las callejuelas polvorientas, en los portones de hierro forjado, en los tejados que crujen cuando baja el sol. Aquí todo está quieto, pero nada está muerto. Hay una vida discreta, de esas que no buscan likes ni hashtags.

Jalpa de Cánovas no es un pueblo mágico con luces de neón. Es una herida hermosa, una postal que sobrevivió al olvido. Es, sobre todo, una advertencia: de que hay lugares donde la historia no ha terminado de irse, y que aún nos espera en una mesa con pan recién hecho, junto a una copa y una conversación sin prisas.

Y eso, en estos tiempos, es casi un milagro.

La República Dominicana salvaje: un paraíso de fauna por descubrir

Redacción (Madrid)

Cuando pensamos en la República Dominicana, lo primero que suele venir a la mente son sus playas de arena blanca, las aguas turquesas del Caribe y el ritmo contagioso del merengue. Pero más allá del turismo de sol y playa, el país esconde un tesoro natural que muchos visitantes pasan por alto: su fauna. Rica, diversa y, en muchos casos, única en el mundo, la biodiversidad dominicana convierte a la isla en un destino perfecto para los amantes de la naturaleza.

Situada en la isla de La Española, que comparte con Haití, la República Dominicana alberga una sorprendente variedad de ecosistemas: desde bosques húmedos y manglares hasta zonas semiáridas, montañas y costas coralinas. Esta variedad de paisajes se traduce en una increíble riqueza animal, que se puede explorar en parques nacionales, reservas ecológicas y hasta en las inmediaciones de las zonas turísticas más conocidas.

Uno de los grandes protagonistas de la fauna dominicana es el manatí antillano, un apacible mamífero marino que habita en aguas costeras y estuarios. Aunque es una especie en peligro de extinción, todavía se puede ver en zonas protegidas como la Bahía de Samaná, donde también tiene lugar uno de los espectáculos naturales más impresionantes del Caribe: el avistamiento de ballenas jorobadas. Cada año, entre enero y marzo, cientos de estos gigantes del océano llegan desde el Atlántico Norte para aparearse y dar a luz en las cálidas aguas dominicanas. Verlas saltar, cantar o nadar junto a sus crías es una experiencia inolvidable.

Pero no todo ocurre en el mar. En tierra firme, la República Dominicana es hogar de aves endémicas como el cigua palmera (el ave nacional), el gavilán de la Hispaniola o el pico cruzado, que solo se encuentran en esta isla. Los amantes del birdwatching pueden disfrutar de verdaderos santuarios naturales en lugares como la Sierra de Bahoruco, la Reserva Científica Ébano Verde o el Parque Nacional Los Haitises, donde además de aves se pueden observar murciélagos, cangrejos terrestres y hasta manatíes si se visita por vía fluvial.

Otro habitante curioso es el solenodonte, un mamífero nocturno, insectívoro y muy antiguo, que parece salido de otra era. Es endémico de la isla y extremadamente raro de ver, aunque los esfuerzos de conservación lo protegen en lugares como el Parque Nacional Jaragua, al suroeste del país, una región también rica en reptiles, como la iguana rinoceronte y varias especies de lagartijas únicas del Caribe.

En las zonas costeras y marinas, los arrecifes de coral albergan cientos de especies de peces, tortugas marinas y moluscos. Lugares como el Parque Nacional Submarino La Caleta, cerca de Santo Domingo, o la isla Saona, son ideales para hacer snorkel o buceo y conocer esta vida marina de cerca.

En definitiva, la fauna de la República Dominicana es tan vibrante como su cultura. Es un país donde se puede pasar de observar ballenas a fotografiar aves raras, nadar junto a peces tropicales o explorar cuevas habitadas por miles de murciélagos. Para el turista curioso, dispuesto a ir más allá de los resorts, la isla ofrece una experiencia rica en biodiversidad y emoción natural. Un viaje a lo salvaje, en el corazón del Caribe.

Remedios, Cuba: Donde la historia se ilumina todo el año

Redacción (Madrid)

En el corazón verde de la provincia de Villa Clara, a solo unos kilómetros del mar, late uno de los pueblos más antiguos y encantadores de Cuba: San Juan de los Remedios. Fundado en 1514 —casi en paralelo con la mismísima Habana— este pequeño municipio parece resistirse al paso del tiempo, abrazando con dignidad sus calles adoquinadas, sus plazas apacibles y su fervor por una de las tradiciones más intensas de la cultura cubana: las Parrandas.

Un pueblo detenido en el tiempo

Caminar por Remedios es asomarse a una Cuba menos retratada. No hay grandes hoteles ni multitudes de turistas. En su lugar, el viajero encuentra portales sombreados, iglesias centenarias y un aire tranquilo que invita a la contemplación. La Parroquia Mayor de San Juan Bautista, con su altar mayor cubierto en pan de oro, es un testigo silencioso de siglos de fe y resistencia. Frente a ella, la plaza central sirve como punto de encuentro, escenario de guitarras al atardecer y niños que juegan sin prisa.

“Remedios no necesita gritar para llamar la atención”, comenta Lázaro, un joven historiador local. “Su encanto está en lo cotidiano, en lo que no cambia”.

Las Parrandas: una fiesta que nunca termina

Cada 24 de diciembre, el silencio sereno del pueblo estalla en colores, fuego y música. Las Parrandas de Remedios, declaradas Patrimonio Cultural Inmaterial de la Nación, son una de las festividades populares más espectaculares de Cuba. La celebración enfrenta, cada año, a los barrios tradicionales de El Carmen y San Salvador, que compiten en desfiles, carrozas iluminadas, fuegos artificiales y comparsas coreografiadas.

Pero lo más sorprendente no ocurre solo en diciembre. Durante todo el año, los remedianos trabajan en secreto en talleres caseros, construyendo estructuras colosales, cosiendo trajes y practicando danzas. “Aquí la Navidad no se termina nunca”, dice Mariela, vecina del barrio El Carmen, mientras muestra con orgullo una maqueta de la carroza que presentarán este año.

Cultura viva más allá de la fiesta

Aunque las Parrandas son el corazón visible de Remedios, su riqueza cultural va mucho más allá. En sus calles se conservan tradiciones artesanales, como la elaboración de dulces caseros con coco, maní o boniato; la carpintería criolla; y el trabajo en vitral y herrería decorativa. Algunas casas coloniales han sido transformadas en cafés literarios, pequeñas galerías y hostales familiares, donde los visitantes pueden dormir entre muebles antiguos, escuchar historias del pueblo y saborear un café fuerte, como manda la costumbre.

Además, el Museo de las Parrandas ofrece una mirada íntima al alma festiva del pueblo, con vestuarios históricos, fotografías y videos que narran cómo Remedios ha encendido la noche durante generaciones.

Un destino para descubrir con calma

A diferencia de otros destinos turísticos más comerciales, Remedios apuesta por el turismo lento, humano y auténtico. Aquí, las experiencias no se compran en paquetes, se viven: compartir una comida campesina con una familia local, aprender a enrollar un tabaco en una finca cercana, o simplemente ver pasar la vida desde una mecedora en el portal.

A pocos kilómetros se encuentra Caibarién, un antiguo puerto pesquero con aroma a salitre y, más allá, las Cayos de Villa Clara, donde playas vírgenes esperan a quienes buscan una conexión entre cultura y naturaleza.

Cuba y sus aguas: aventura, color y vida bajo el sol

Redacción (Madrid)

Cuando se piensa en Cuba, a menudo vienen a la mente imágenes de calles coloniales, música caribeña y autos clásicos. Pero más allá del ritmo y el encanto urbano, la isla guarda uno de sus mayores tesoros en el mar. Rodeada por más de 5.000 kilómetros de costa y bendecida con aguas cálidas y cristalinas, Cuba es un paraíso para los amantes de las actividades acuáticas. Desde el buceo en arrecifes coralinos hasta el kitesurf en playas salvajes, la isla ofrece experiencias que mezclan aventura, naturaleza y una buena dosis de asombro.

Una de las principales joyas del turismo acuático en Cuba es el buceo. Gracias a la protección natural de sus arrecifes y a la escasa explotación industrial, el país conserva uno de los ecosistemas marinos más vírgenes del Caribe. Lugares como Jardines de la Reina, una reserva marina al sur de la isla, ofrecen inmersiones inolvidables entre tiburones, corales intactos y bancos de peces tropicales. También destacan la Bahía de Cochinos (sí, la famosa) y los fondos de Varadero, ideales tanto para principiantes como para buceadores experimentados.

Si lo tuyo es flotar sobre las aguas, el snorkel es otra forma accesible de descubrir la vida submarina cubana. Playas como Cayo Coco, Cayo Guillermo o Playa Coral permiten sumergirse a pocos metros de la orilla y nadar junto a peces multicolores, estrellas de mar y esponjas gigantes, sin necesidad de equipo complicado ni formación previa.

Para los que buscan emociones fuertes, el kitesurf y el windsurf han encontrado en Cuba un terreno perfecto. Lugares como Cayo Guillermo y Santa Lucía, con sus vientos constantes y aguas poco profundas, se están convirtiendo en puntos de referencia para estos deportes. Aquí, el viento se convierte en compañero y el horizonte en un campo de juego sin límites.

Tampoco hay que olvidar los paseos en kayak o paddle surf, cada vez más populares. Rutas tranquilas por lagunas costeras, manglares o bahías protegidas permiten explorar la costa desde otra perspectiva. Remar al atardecer en lugares como Cayo Levisa o Bahía de Cienfuegos es una experiencia casi mágica, en la que el silencio solo es roto por el sonido del remo y las aves marinas.

Y si lo que se busca es relax con un toque de lujo, los paseos en catamarán o las excursiones en barco hacia cayos y playas solitarias son una opción inmejorable. Muchas incluyen paradas para snorkel, almuerzos con marisco fresco y hasta animación a bordo con música cubana en vivo, combinando naturaleza con el espíritu festivo del país.

En resumen, Cuba no solo es tierra firme de cultura e historia, sino también una nación de agua, vida y aventura. Sus mares transparentes, sus paisajes submarinos y su clima cálido invitan al visitante a mojarse, a explorar, a dejarse llevar por la corriente de un país donde el Caribe no es solo un fondo, sino una experiencia viva. Ya sea buceando entre corales, volando sobre las olas o remando hacia un rincón escondido, el viajero descubre que en Cuba, el mar no es un límite: es el inicio de una aventura.