Descubriendo la Fe y la Historia: ruta por las iglesias más emblemáticas de Guanajuato

Redacción (Madrid)

El estado de Guanajuato, cuna de la independencia de México, es también un territorio donde la fe católica se entrelaza con la arquitectura, el arte y la historia. Visitar sus iglesias no es solo un acto de devoción religiosa, sino una oportunidad de sumergirse en siglos de cultura, arte sacro y tradiciones que definen la identidad guanajuatense. Acompáñame en este viaje por las iglesias más importantes de Guanajuato, donde cada templo narra su propia historia en piedra, oro y devoción.

Ubicado en lo alto de un cerro, el Templo de San Cayetano, conocido como «La Valenciana», es uno de los íconos más reconocibles de la ciudad de Guanajuato. Construido en el siglo XVIII gracias a la bonanza minera de la época, esta joya del barroco mexicano deslumbra con su fachada de cantera rosa y sus tres retablos interiores bañados en pan de oro. La iglesia no solo representa el esplendor económico de la ciudad, sino también el poder espiritual que sostenía a sus habitantes. Una visita aquí es también una mirada al pasado colonial del país.

En el corazón de la capital del estado se encuentra esta majestuosa basílica amarilla con cúpulas rojas que domina la vista del centro histórico. Dedicada a la Virgen de Guanajuato, patrona de la ciudad, la basílica es un punto neurálgico tanto religioso como turístico. Su interior alberga una antigua imagen traída de España en el siglo XVI y conserva una atmósfera de solemnidad mezclada con el bullicio cultural del entorno. Durante las festividades religiosas, la basílica cobra vida con procesiones, música y devoción popular.

Uno de los templos más fotografiados de México, la Parroquia de San Miguel Arcángel, con su imponente fachada neogótica, parece salida de un cuento europeo. Situada en la encantadora ciudad de San Miguel de Allende, este templo no solo es un símbolo de la fe, sino también del sincretismo artístico que caracteriza a México. Aunque su exterior recuerda a las catedrales de Colonia o París, su alma es profundamente mexicana. Asistir a misa aquí o simplemente contemplarla desde el jardín principal es una experiencia estética y espiritual.

En Salamanca, el Templo del Señor del Hospital es el principal santuario de la ciudad y uno de los centros de peregrinación más importantes del estado. Su arquitectura es sobria, pero su relevancia religiosa es inmensa. La imagen del Señor del Hospital, un Cristo milagroso, convoca cada año a miles de fieles que buscan consuelo, salud o agradecimiento. El fervor popular se vive con intensidad, especialmente en su fiesta patronal en agosto, donde la fe se expresa con danzas, ofrendas y procesiones multitudinarias.

Este templo neogótico, aún en proceso de construcción desde 1921, es una de las obras arquitectónicas más ambiciosas de León. Con sus altas torres y vitrales de colores, el Templo Expiatorio recuerda a las grandes catedrales europeas, pero se inscribe firmemente en la identidad local. Su cripta subterránea y su atmósfera silenciosa invitan al recogimiento y la contemplación. De noche, iluminado, se convierte en uno de los paisajes más bellos de la ciudad.

Visitar las iglesias de Guanajuato es mucho más que una ruta de turismo religioso: es una inmersión en el alma de un pueblo que ha sabido conservar sus raíces a través de la fe y el arte. Cada templo, con su estilo y contexto particular, nos recuerda que la historia de México también se escribe en sus cúpulas, en sus retablos dorados y en las oraciones de sus fieles. Guanajuato no solo se recorre con los pies, sino también con el corazón.

Entre la fe y la tradición: el sincretismo religioso en las comunidades rurales de República Dominicana

Redacción (Madrid)

Al entrar en una casa de madera pintada de azul añil, con velones encendidos y figuras de santos cubiertas con pañuelos de colores, se siente algo más que devoción católica. En esta comunidad rural, como en muchas otras a lo largo del país, la fe se manifiesta como un tapiz complejo, tejido por siglos de historia, resistencia y mestizaje espiritual. Es el sincretismo religioso dominicano, una fusión viva entre lo africano, lo indígena y lo cristiano.

Un legado de resistencia cultural

Desde la colonia, cuando los esclavos africanos llegaron a la isla traídos por los conquistadores españoles, comenzaron a adaptar sus creencias ancestrales para sobrevivir bajo el yugo de la evangelización. Al no poder rendir culto abiertamente a sus deidades, las disfrazaron bajo las imágenes de los santos católicos. Así nació un sistema simbólico donde Ogún, espíritu guerrero de la religión yoruba, se funde con San Miguel Arcángel; y donde Santa Marta la Dominadora, figura venerada en altares rurales, adopta atributos que recuerdan a las grandes madres africanas.

Rituales y misterios

En zonas rurales como San Juan, El Seibo o Dajabón, los llamados “misterios”—espíritus que actúan como intermediarios entre lo divino y lo humano—son centrales. Durante las ceremonias, que combinan cantos, tambores y danzas, los creyentes entran en trance y son “montados” por estos espíritus. Estas prácticas recuerdan claramente a rituales del vudú haitiano o la santería cubana, pero con una identidad criolla marcada.

Los “misterios dominicanos” tienen nombres locales: Anaísa Pie, Belié Belcán, Papá Candelo. Cada uno tiene gustos particulares, colores asociados y bebidas favoritas que los fieles ofrecen como parte del rito. Todo esto convive, en una aparente contradicción, con la misa dominical, el rosario y la devoción a la Virgen de la Altagracia.

La iglesia y el pueblo: una relación compleja

Aunque la Iglesia Católica ha combatido históricamente estas prácticas por considerarlas “supersticiosas” o “heréticas”, en la práctica muchas parroquias rurales conviven con ellas. Es común que un mismo devoto asista a misa por la mañana y participe en un ritual espiritual por la noche.

Una tradición viva

Hoy, en medio de la globalización, el sincretismo religioso en RD continúa adaptándose. Los jóvenes lo encuentran en TikTok o YouTube, mientras los mayores siguen transmitiéndolo oralmente. En los campos, los altares siguen encendidos, las ofrendas se renuevan y los misterios bajan a la tierra para “trabajar por el bien”.

Este fenómeno, a veces estigmatizado, es una pieza esencial del rompecabezas cultural dominicano. Habla de un país profundamente espiritual, forjado en la mezcla, que encuentra en el sincretismo no solo una forma de fe, sino una forma de identidad.

Guanajuato: Diez razones para perderse y encontrarse en sus callejones este 2025

Por Tamara Cotero

Hay ciudades que se miran, y otras que se viven. Guanajuato no es de las primeras. Aquí no basta con tomar una foto en una plaza o pasar por su laberinto de calles subterráneas; hay que entregarse a ella como quien se rinde al embrujo de una vieja canción. Caminar Guanajuato es caminar sobre la historia, el arte, la pasión y la piedra viva. Y en este 2025, cuando el mundo vuelve a viajar con el alma más despierta, Guanajuato resplandece como destino irrenunciable. He aquí diez razones que no son simples pretextos turísticos, sino invitaciones poéticas para descubrir esta ciudad que huele a cantera, a serenata y a revolución.

1. Porque aquí la historia no se guarda en libros, se respira en el aire

Guanajuato fue cuna del movimiento de independencia, testigo del grito de rebeldía de Hidalgo y escenario del asalto a la Alhóndiga de Granaditas. Pero no son fechas lo que el viajero recuerda, sino la sensación de estar caminando sobre los pasos de héroes. Las piedras susurran relatos, y cada plaza —la de San Fernando, la de la Paz, la del Baratillo— es una página viva de la historia de México.

2. Porque sus callejones no conducen al destino, sino a la sorpresa

No hay mapas ni GPS que valgan aquí. Guanajuato se revela a los que se pierden con gusto. Sus callejones serpentean entre casonas de colores, balcones floreados y escaleras que suben al cielo. Y de pronto, al doblar una esquina, se abre un mirador, una iglesia, una serenata. El más célebre, claro, es el Callejón del Beso, donde los balcones casi se tocan y el amor se convierte en leyenda.

3. Porque en 2025, el Festival Cervantino promete más magia que nunca

Este año, el Festival Internacional Cervantino —el mayor encuentro cultural del mundo hispano— celebrará una edición especial, con nuevos escenarios al aire libre, arte inmersivo y homenajes a los 50 años de la primera edición. Músicos, actores, bailarines y poetas transformarán la ciudad en un teatro sin techo, donde cada esquina será un escenario.

4. Porque su arquitectura es un poema hecho cantera

Desde el Teatro Juárez, majestuoso y silencioso como un templo griego, hasta la Universidad de Guanajuato, blanca y empinada como una sinfonía en mármol, la ciudad es una obra de arte en sí misma. Iglesias barrocas como la de San Diego o la Basílica de Nuestra Señora de Guanajuato invitan a la contemplación y al asombro. Y en cada fachada, la piedra cuenta un secreto.

5. Porque el arte aquí no cuelga en galerías: florece en cada muro

Los murales, las esculturas, las máscaras, los alebrijes, los grabados: Guanajuato está viva de arte. El legado de Diego Rivera, nacido en esta tierra, se respira en su casa natal convertida en museo, pero también en el espíritu libre de los jóvenes artistas que exponen en callejones y ferias. En 2025, se espera una explosión de arte callejero y festivales independientes que reinventan lo tradicional.

6. Porque el sabor guanajuatense es un festín para los sentidos

Los tamales de ceniza, las enchiladas mineras, las nieves de garambullo, el mezcal de la sierra. Comer en Guanajuato es descubrir una cocina de raíz y carácter. Este año, nuevos mercados gastronómicos y rutas culinarias estarán disponibles para los viajeros, donde se fusionan recetas centenarias con propuestas contemporáneas que seducen el paladar más exigente.

7. Porque sus minas siguen latiendo bajo tierra y sobre el alma

La mina de La Valenciana no es solo un vestigio de la riqueza colonial: es un viaje al interior del tiempo. Bajar a sus túneles es escuchar el eco del trabajo de miles de mineros y comprender cómo de sus entrañas surgieron no solo metales, sino también resistencia y cultura. En 2025, las minas ofrecerán recorridos temáticos nocturnos que combinan historia, teatro y leyenda.

8. Porque la muerte aquí se viste de fiesta

Guanajuato celebra el Día de Muertos como nadie. Las calles se llenan de altares, catrinas, flores, luces y música. El Museo de las Momias, con su extraña mezcla de horror y fascinación, es solo la punta del iceberg de una ciudad que honra la muerte con color y memoria. Este 2025, las celebraciones incluirán instalaciones multimedia y desfiles nocturnos por los callejones más antiguos.

9. Porque los guanajuatenses no son anfitriones: son poetas del encuentro

Aquí no hay prisa ni distancia. Un vendedor de dulces te recita una copla, un guitarrista te regala una canción, una abuela te cuenta una leyenda. Guanajuato es una ciudad que se entrega sin condiciones, donde el visitante se convierte en parte de una conversación eterna que une pasado y presente con un café y un bolero.

10. Porque Guanajuato no se olvida: se queda en el pecho como un verso aprendido

Hay lugares que se visitan y se tachan de una lista. Guanajuato no. Guanajuato se repite en la memoria como una melodía que uno tararea sin querer. En 2025, más que nunca, es un refugio para quienes buscan belleza, profundidad, emoción y sentido. Porque esta ciudad no espera turistas: espera cómplices, viajeros con el corazón abierto.

Viajar a Guanajuato este 2025 es dejar que la piedra, el arte y la historia hablen por uno. Es caminar entre sombras doradas, es dejar que la música de un callejón nos guíe, es perderse en una ciudad que no necesita gritar para ser inolvidable. Guanajuato no es solo un destino: es una forma de mirar el mundo con otros ojos, más lentos, más vivos, más tuyos.

León de Guanajuato, corazón de encuentros y de turismo MICE

Por David Agüera

A León se llega con la prisa de quien viaja por negocios, pero se queda con uno el sosiego de su historia. No hay ciudad que reciba con tanta eficacia al turista de congresos y convenciones, y al mismo tiempo le ofrezca refugio en lo esencial: un trago de tequila en la sobremesa, un atardecer naranja sobre cantera rosa, una caminata sin mapa por su centro que huele a cuero y a pan recién hecho.

Porque León, Guanajuato, no solo es una de las ciudades mejor conectadas del país —con aeropuerto internacional y una red vial eficiente—, sino que se ha consolidado como un referente del turismo MICE (Meetings, Incentives, Conferences and Exhibitions) en México.

La razón no es solo su impresionante infraestructura hotelera, con más de 7,000 habitaciones distribuidas entre cadenas internacionales, hoteles boutique y espacios para todos los perfiles de viajero. Ni siquiera lo es únicamente su Poliforum León, moderno, versátil y funcional, capaz de albergar desde congresos médicos hasta ferias internacionales como SAPICA o ANPIC. La razón verdadera está en la manera en que la ciudad, sin pretensiones, le ofrece al visitante un equilibrio casi perfecto entre eficiencia y calidez.

Cuidad de León del Estado de Guanajuato, Lugares y Más

Uno puede cerrar un trato por la mañana y perderse por la tarde en la Plaza Fundadores, donde los portales conservan la sombra antigua de los comerciantes de otro siglo. A pocos pasos, la Catedral Basílica, discreta pero majestuosa, invita al silencio, mientras las fuentes murmuran historias que el viento se lleva calle abajo, rumbo al Templo Expiatorio, una joya neogótica que parece llegada desde Europa pero que late con corazón guanajuatense.

Hay algo en León que resiste al ritmo frenético de los grandes eventos: su identidad intacta. El cuero, claro, sigue siendo emblema. No es difícil salir de una convención con un maletín nuevo o unos zapatos hechos a mano, comprados en alguno de los cientos de talleres que aún sobreviven al lado de los grandes outlets.

Pero también hay museos, teatros y vida cultural. El Fórum Cultural Guanajuato es ejemplo de ello, con su espléndido Museo de Arte e Historia, su teatro y su moderna biblioteca. Allí la ciudad demuestra que no solo trabaja: también piensa, siente, se expresa.

Y cuando el día termina, León se enciende. No de neón chillón, sino de luz cálida y conversaciones pausadas. En terrazas donde el mezcal corre lento, en cenas donde la cocina guanajuatense se mezcla con la autoría de chefs jóvenes que entienden que tradición no es repetición, sino interpretación.

El turismo MICE encuentra aquí más que salas de juntas y auditorios con buena acústica. Encuentra una ciudad que recibe con profesionalismo y despide con afecto, que combina lo técnico con lo humano, lo necesario con lo memorable.

Quizá por eso, cuando uno se va de León, lo hace con la sensación de que algo se queda pendiente. No un trato, no una firma… sino un paseo más, una charla más, una copa más. Algo tan simple y valioso como eso.

El Código del Vino en Guanajuato y la calidad de Tres Raíces

Por Tamara Cotero

Llegamos a Tres Raíces paraguas en mano, esperando lluvia y sin saber que, en realidad, estábamos entrando en una coreografía perfecta de luz, arquitectura y aroma. Frente a nosotros, como un escenario dispuesto al detalle, la bodega se alzaba con una simetría que no parecía casual. Todo, desde la curva de los caminos hasta la textura del concreto, parecía diseñado para ser descubierto más que simplemente visto.

La entrada nos condujo directamente al corazón del enigma: un viñedo esculpido sobre el altiplano guanajuatense, donde el clima y la tierra han sido domados con paciencia matemática. El primer misterio era su mirador, suspendido sobre una planicie de verde exactitud, que ofrecía una vista casi irreal: líneas de vides trazadas como una ecuación viva. No era solo un paisaje; era un mensaje visual. Un manifiesto.

Las instalaciones, ocultas bajo una piel de elegancia sobria, nos llevaron por salas donde el acero inoxidable convivía con barricas de roble francés en pasillos perfectamente iluminados. Todo allí parecía hablar en voz baja de precisión y ambición: la temperatura, la humedad, la acústica. No era una simple bodega. Era un santuario. Un lugar donde el vino no se produce, se custodia.

Y como toda obra bien construida, tenía su símbolo central: el restaurante Terruño, situado estratégicamente en la terraza. Allí, mientras el cielo aún amenazaba tormenta, los aromas de la cocina comenzaron a desplazarse como un presagio amable. Pero el sol —caprichoso, narrador oculto de la jornada— rompió entre las nubes justo cuando las copas tocaron la mesa. Una señal. El inicio de algo.

Hicimos una cata de tres vinos guiada por un sommelier que más que explicar, decodificaba. Cada sorbo tenía una lógica, una historia secreta que se revelaba en boca: primero un blanco ligero como una puerta que se abre, luego un rosado elegante que hablaba de equilibrio, y por último un tinto de estructura firme, como un cierre que deja huella.

Más adelante, accedimos a su hotel boutique. No era un hotel, era un mapa privado de sensaciones. Dieciséis cabañas independientes, cada una con diseño propio, detalles de lujo, privacidad de novela. Y en el centro, una capilla blanca, simple, impecable. El símbolo de todo. Lugar de ceremonias, de votos, de revelaciones.

Pero nada, absolutamente nada, nos preparó para lo que vino al final.

Allí, en la terraza, entre risas, brindis y una cocina que hablaba el idioma del campo con técnica de ciudad, nuestros amigos nos regalaron un momento irrepetible: la celebración de nuestro aniversario. Flores, una tarta traída como un secreto, palabras justas, sin ensayo. Fue como si el lugar mismo hubiera escrito el guion.

San Miguel quedó atrás, y la lluvia nunca llegó. Porque en Tres Raíces, incluso el clima parece obedecer al diseño.

San Miguel de Allende: El alma intacta de un país

Por David Agüera

Llegamos a San Miguel de Allende cuando el sol aún se desperezaba entre las montañas de Guanajuato. La mañana había comenzado en Nirvana, ese rincón de placidez donde el desayuno es un acto litúrgico y el tiempo parece olvidar su prisa. Desde allí, la carretera serpenteaba como un pensamiento antiguo hacia un lugar que no ha permitido que el olvido le robe ni una sola de sus memorias.

San Miguel no es un pueblo. Es una respiración pausada, una promesa hecha piedra, un susurro de la historia que se aferra a cada muro con la dignidad de lo eterno. Sus calles, adoquinadas y caprichosas, parecen diseñadas más por la poesía que por la lógica. Suben y bajan sin prisa, como si quisieran enseñarte algo con cada paso: una reja forjada a mano, una bugambilia desbordada, una puerta que guarda secretos de otra época.

Al caminar por ellas, uno siente que San Miguel no se visita, se recorre con el alma. Hay un ritmo secreto en el sonido de los pasos, una música suave que se mezcla con las campanas que llaman al silencio desde las alturas. Y cuando se llega al mirador, con la ciudad extendida bajo una luz dorada y terrosa, se comprende por qué tantos han decidido quedarse y por qué otros, aunque se vayan, jamás terminan de irse.

Desde lo alto, la Parroquia de San Miguel Arcángel domina el paisaje como un sueño gótico en medio del Bajío. Sus agujas rosadas cortan el cielo como versos de una novela de amores imposibles. Frente a ella, la plaza principal es un refugio donde el tiempo se esconde bajo las sombras de los laureles, entre conversaciones pausadas y el eco de una marimba.

San Miguel está hecho de detalles: tiendas donde cada objeto tiene una historia que se cuenta en voz baja, patios donde el silencio es tan perfecto que duele, iglesias donde la fe aún tiene el rostro de la humildad. Uno entra a una galería y sale con el corazón más ancho. Uno entra a una capilla y siente que el alma se acomoda como si volviera a casa.

Y sin embargo, lo más sorprendente de San Miguel no es lo que se ve, sino lo que se siente. Hay una calma aquí que no es simple tranquilidad, sino algo más profundo: una serenidad que parece flotar en el aire, en la forma de hablar de la gente, en el modo en que la tarde cae sobre los tejados como un mantel que arropa las historias del día.

Esta ciudad, cuna de insurgentes y refugio de artistas, no ha cedido a la prisa del mundo. Ha elegido conservar su alma. Y en cada esquina, en cada puerta entreabierta, en cada niño que corre descalzo por una calle empinada, uno siente la fuerza tranquila de una ciudad que supo participar en la historia sin dejar de ser ella misma.

San Miguel de Allende no es solo un destino. Es un estado del espíritu. Es, quizá, lo que México recuerda de sí mismo cuando sueña en voz baja.

Cristo Rey de Guanajuato: Donde el cielo se toca con la fe

Por Tamara Cotero

Llegamos con frío, niebla y ese ambiente mágico de un lugar lleno de historia. El camino serpenteante que sube al Cerro del Cubilete se nos ofrecía como un acto de fe en sí mismo: un ascenso entre nubes que parecían guardar secretos de siglos pasados. El viento silbaba con la voz de los peregrinos que una vez subieron a pie, con velas en mano y esperanza en el pecho.

A lo lejos, la figura de Cristo Rey emergía entre la neblina como un guardián eterno, abrazando con los brazos abiertos la vastedad del Bajío. Era como si el tiempo se detuviera y la montaña —tan majestuosa como silenciosa— nos susurrara leyendas que sólo el alma puede escuchar. Ahí, el pasado no duerme: respira en las piedras, en el aliento helado del aire, en los ecos de las oraciones que aún resuenan entre las rocas.

El monumento, de más de veinte metros de altura, se yergue no sólo como obra arquitectónica, sino como testimonio de un pueblo que no olvida. Fue destruido una vez, cuando la fe se volvió rebelión, y reconstruido después con más fuerza, como un acto de resistencia amorosa. Las alas de los ángeles que custodian al Cristo no están hechas sólo de bronce, sino de devoción y coraje.

Adentro, la capilla circular nos acogió con una paz que parecía derramarse desde lo alto. El sol, tímido pero presente, se colaba por los vitrales y dibujaba colores sobre los rostros de los visitantes, algunos con lágrimas silenciosas, otros con sonrisas de gratitud. Había algo profundamente humano en ese instante: la mezcla de lo sagrado y lo cotidiano, del silencio y la plegaria.

Fuera, las nubes jugaban con la montaña, cubriendo y descubriendo el paisaje como si tejieran un telón entre el mundo terrenal y el divino. Y mientras descendíamos de nuevo, con el corazón más ligero y el alma un poco más llena, supe que Cristo Rey no es sólo un destino turístico, sino una experiencia íntima, una conversación entre el cielo y quienes se atreven a escucharlo.

Dolores Hidalgo: Bajo la Lluvia, con José Alfredo en el Corazón

Por David Agüera

El pueblo nos recibió lloviendo, como si el cielo mismo hubiera querido sumarse al lamento eterno de las rancheras. Esa lluvia no era un inconveniente: era un himno, una bienvenida, una forma muy mexicana —profundamente literaria— de dar la mano mojada al forastero. Dolores Hidalgo, cuna de la independencia, pero más aún, cuna de José Alfredo Jiménez, nos abrió sus calles empedradas como se abren los libros de los viejos cantores: con nostalgia, con tequila y con algo de tristeza indómita.

Pasamos la mañana caminando entre charcos y versos, ataviados como manda el respeto: sombreros húmedos, botas embarradas y un silencio reverente. El primer destino fue la tumba del inmenso José Alfredo, bajo una lluvia fina que parecía cantarle al oído: “No vale nada la vida, la vida no vale nada…” Allí, entre flores marchitas y turistas discretos, uno entiende que hay muertos que no descansan nunca porque los seguimos necesitando vivos.

Dolores se deja andar como un corrido. La iglesia, solemne y vieja, tiene un eco distinto cuando llueve. Cada campanada parece narrar la historia de un país que decidió levantarse y cantar su libertad entre sangre y guitarras. La plaza —esa plaza mexicana que lo contiene todo: política, misa y romance— nos recibió con vendedores de sombreros, de milagritos, de tiempo detenido.

Pero fue en la casa-museo de José Alfredo Jiménez donde el viaje tomó la densidad emocional de un bolero en ruinas. Aquel caserón de infancia, reconvertido en altar cultural, es un territorio sagrado donde las paredes hablan. Allí están las voces eternas: Armando Manzanero afinando el alma, Chavela Vargas con su poncho y su whisky, y, cómo no, Joaquín Sabina, el español más mexicano de todos. Sabina flota en esas salas como un fantasma alegre: el amigo de José Alfredo que llegó tarde, pero que se quedó a dormir en sus canciones.

Todo está impregnado de una devoción sin aspavientos, de un cariño popular que no necesita solemnidades. José Alfredo no es una estatua: es un vecino que aún canta en cada bocina, en cada borracho triste, en cada mujer que recuerda entre sorbo y suspiro.

La última parada fue dulce, literal y metafórica: La Flor de Dolores Hidalgo, templo del pecado frío. Allí, entre nieves de sabores imposibles —tequila, garrambullo, taro— comprendimos que en México el paladar también canta. Hay nieves que son poemas. El sabor a garrambullo, por ejemplo, tiene la aspereza de los amores no correspondidos. La de tequila es lo que imagino debe saber un adiós dicho entre compadres. Y la de taro… bueno, esa sabe a algo que no se puede contar sin música de fondo.

Salimos con la ropa húmeda, el corazón lleno y la certeza de que hay lugares donde uno no visita: es visitado. Dolores Hidalgo nos miró partir como miran los pueblos sabios: sin prisa, sin pena, sabiendo que quien llega mojado y se va con canciones, regresa siempre.

Más allá del turismo: el auge del emprendimiento joven en República Dominicana

Redacción (Madrid)

Santo Domingo. — Por décadas, República Dominicana ha sido reconocida internacionalmente por sus playas paradisíacas, su música vibrante y su hospitalidad. Sin embargo, en los últimos años, una nueva narrativa ha comenzado a abrirse paso: la del espíritu emprendedor de su juventud, que transforma el rostro de la economía dominicana más allá del turismo.

Desde coworkings urbanos en el corazón de Santo Domingo hasta laboratorios de innovación en Santiago, cientos de jóvenes dominicanos están liderando una revolución silenciosa. Su objetivo: demostrar que el país puede ser también un centro de innovación, creatividad y tecnología.

Ecosistemas en expansión

Organizaciones como Innova Dominicana, EmprendeDO y Impúlsate RD están jugando un rol clave en este nuevo ecosistema. A través de mentorías, rondas de inversión y concursos de innovación, han logrado conectar a jóvenes talentos con oportunidades concretas de desarrollo.

Desafíos persistentes

Pese al entusiasmo, los retos siguen siendo considerables. El acceso al financiamiento, la burocracia, la brecha digital en zonas rurales y la falta de educación empresarial temprana son obstáculos que los emprendedores dominicanos deben sortear a diario.

Un motor de cambio social

Más allá de lo económico, este movimiento emprendedor también está generando un impacto social profundo. Proyectos liderados por jóvenes están llevando educación tecnológica a barrios marginados, promoviendo el empoderamiento femenino, y creando redes de comercio justo entre productores locales.

Dulcería La Catrina: azúcar, alma y verdad en Guanajuato

Por Tamara Cotero

Descubrí Dulcería La Catrina por accidente, que es como se descubren las cosas que valen la pena. Iba bajando desde la Universidad de Guanajuato, con los pies algo cansados y el alma medio abierta después de una caminata larga por túneles, plazuelas y callejones que no piden permiso para atraparte. Y de pronto: colores, aromas, algo familiar que no sabía que necesitaba.

La fachada es discreta, pero algo en el aire te «jala» hacia adentro. Puede ser el olor a guayaba cocida, a nuez recién partida, o el cartel que reza con orgullo: Desde 1995. Casi treinta años. Y lo notas, aunque no te lo digan. No es una tienda nueva que copia lo tradicional. Es una tienda tradicional que ha aprendido a no envejecer.

Adentro hay un orden vivo. Todo está perfectamente dispuesto, pero no parece una tienda de escaparate, sino una de esas casas donde te sientes invitado aunque nadie te haya llamado. Lo primero que me ofrecieron fue una charamusca en forma de momia. Y ahí ya estaba convencida. Porque eso no es un dulce. Es un guiño. Es identidad.

Los productos son un homenaje a México y a sus dulces maneras de contar historias:
– Las cocadas tienen ese punto exacto entre lo crujiente y lo meloso.
– El ate con queso lo puedes probar ahí mismo, y nadie te mira raro si quieres repetir.
– Las nueces garapiñadas son una trampa dulce que no puedes parar de masticar.
– El rompope artesanal, ese que viene en botellitas de vidrio con tapa de tela, sabe a sobremesa de abuela.
– Y las mermeladas de frutas con mezcal, sí, con mezcal, son para quienes no tienen miedo de mezclar.

Pero lo mejor —y esto no se puede fingir— es el ambiente. El lugar está lleno de catrinas: coloridas, divertidas, elegantes, como si fueran las dueñas del espacio y nos recordaran que hay que reírse incluso de lo que asusta. Y se respira algo que escasea: honestidad. Nadie intenta venderte algo con discursos vacíos. Te lo ofrecen con una sonrisa, te lo dejan probar, y si te gusta, lo compras. Si no, igual te despiden con amabilidad.

El servicio es cálido y sin exageraciones. La mujer que me atendió me habló como quien conoce lo que vende y lo respeta. Me dijo: “Pruébelo, no se compromete a nada”. Y eso vale más que cualquier promoción.

Además, tienen dulces sin azúcar, opciones gourmet y hasta productos kosher, pero eso no es para posturear, es porque realmente piensan en todos los gustos y cuerpos.

Dulcería La Catrina no es solo una tienda. Es un acto de resistencia contra lo genérico. Es lo que pasa cuando alguien cuida lo suyo, no para aparentar, sino porque de verdad cree en lo que hace. En un mundo donde todo parece hecho para Instagram, este es un lugar hecho para la memoria.

Yo salí con una bolsa llena de cosas que sabía que iba a compartir. Pero lo que más me llevé fue la sensación de haber estado en un lugar real. De esos que te hacen sentir menos turista y más persona.