El corazón de piedra que mira al cielo en León de Guanajuato

Por David Agüera

En el centro palpitante de León, donde el tiempo no se mide en horas sino en suspiros detenidos entre vitrales y ecos, se alza un templo que no sólo desafía las alturas, sino también al olvido: el Templo Expiatorio del Sagrado Corazón de Jesús. No es una iglesia, ni una postal para devotos apresurados. Es un pacto de piedra con la eternidad, un testimonio vertical de fe y arte donde cada gárgola, cada arco ojival, parece susurrar secretos de otro siglo.


A uno le basta cruzar su umbral para sentir que ha entrado en un libro que aún no ha sido escrito. Porque el Expiatorio no se visita: se descifra. Como una catedral gótica transplantada de Reims o Chartres, pero injertada con alma mexicana, este templo guarda en sus muros una historia que se resiste a ser simplemente contada.

Es necesario caminarlo, dejar que los pasos resuenen en su nave central mientras la luz, filtrada por los vitrales de colores casi imposibles, incendia el aire con un aura que no se puede fotografiar sin perder la mitad del milagro.


Dicen que las grandes obras no pertenecen a sus arquitectos, sino al tiempo que las esculpe. El Templo Expiatorio comenzó a construirse en 1921, con los vientos de la Revolución aún oliendo a pólvora en la memoria del país. Los primeros obreros que levantaron su estructura trabajaban con la misma reverencia con la que un monje copia a mano un Evangelio.

Interior del Templo Expiatorio del Sagrado Corazón de Jesús, Lugares y Más

Nada fue rápido, nada fue sencillo. Hubo décadas de pausa, de persecuciones, de silencios. Pero León —la ciudad de los pasos firmes— no olvida lo que vale la pena ser terminado. Y hoy, más de un siglo después, la aguja del Expiatorio se clava en el cielo con una elegancia que no necesita alarde.


Las criptas subterráneas —humildes y solemnes— nos recuerdan que la eternidad comienza bajo tierra. Allí, en la penumbra perfumada por cera y silencio, reposan quienes apostaron su vida a una causa más grande que ellos mismos. Arriba, los vitrales cuentan pasajes bíblicos como si fueran retablos vivos. Las figuras parecen moverse cuando el sol cambia de ángulo; una ilusión óptica o un pequeño prodigio que ocurre cada mañana, para quien sabe mirar.


Pero si hay un instante en el que el Expiatorio alcanza su plenitud, es al caer la tarde, cuando la ciudad enmudece y los últimos rayos del sol incendian su fachada de cantera blanca. Entonces, el templo se convierte en una llama quieta que arde en silencio. Es imposible no quedarse quieto, como un soldado ante la bandera, como un niño ante una historia que no quiere que termine.


El Templo Expiatorio no sólo es un lugar para creyentes, sino para aquellos que todavía creen en el asombro. En una ciudad que mira al futuro sin perder de vista su alma, este santuario no es un monumento: es un latido. Un recordatorio pétreo de que, en León, la belleza no se impone. Se revela.

Bajo la piel de Cuba: El hechizo de las cuevas encantadas

Redacción (Madrid)

Cuba no solo vibra en la superficie. Mientras turistas y locales se rinden al vaivén del son y el aroma del café recién colado, existe otro mundo que palpita bajo sus suelos: un entramado de cuevas, cavernas y grutas que guardan el pulso más antiguo y mágico de la isla.

Estas formaciones geológicas —algunas de ellas aún inexploradas— están cargadas de historia, leyendas y rituales que sobreviven al paso del tiempo. Aquí, bajo tierra, la naturaleza y el mito se dan la mano en un silencio cargado de misterio.

La Gran Caverna de Santo Tomás: una ciudad bajo la piedra

Ubicada en la Sierra de Quemado, en la provincia de Pinar del Río, Santo Tomás no es solo la cueva más extensa de Cuba, sino la segunda más grande de toda América Latina. Con más de 46 kilómetros de galerías subterráneas distribuidas en ocho niveles, este coloso de roca caliza ha sido testigo de ceremonias religiosas, encuentros clandestinos y exploraciones científicas que aún hoy generan asombro.

Se dice que los antiguos abakuá, miembros de una sociedad secreta afrocubana, realizaban allí rituales nocturnos, acompañados por tambores que hacían vibrar la piedra como si estuviera viva.

Cueva de los Portales: arte, exilio y espíritu

Escondida entre los mogotes de la Sierra del Rosario, esta cueva no solo fue refugio del Che Guevara durante la Crisis de los Misiles (aunque prometí no hablar de política), sino un santuario natural de belleza casi teatral. Su entrada en forma de media luna, cubierta por helechos y raíces colgantes, parece salida de un cuento de hadas tropical.

Pero su verdadero encanto está más allá de la historia: cuenta la leyenda local que, al caer la tarde, un extraño resplandor azul emerge del agua subterránea que corre por sus entrañas. Los ancianos del pueblo aseguran que es “la luz del espíritu del río”, una manifestación ancestral que protege la cueva de profanadores.

Leyendas bajo tierra: del bohío al abismo

Mucho antes de la llegada de los colonizadores, los taínos ya consideraban las cuevas lugares sagrados. Creían que allí nacieron los primeros hombres, que fue del interior de la tierra que emergió el sol. En muchas cavernas aún se conservan petroglifos que narran esos mitos originarios.

Uno de los más conocidos es el de la Cueva de Ambrosio, en Varadero. Sus paredes están cubiertas de pictografías negras y rojas, hechas con resinas y carbón vegetal. Hoy, se conservan más de 70 dibujos que, al ser iluminados con linterna, parecen cobrar vida en la penumbra.

Turismo espiritual: el nuevo rostro del subsuelo cubano

En los últimos años, estas cuevas han atraído no solo a espeleólogos y aventureros, sino también a buscadores de experiencias místicas. Hay retiros de meditación, rutas nocturnas con guías que combinan narración oral con mitología afrocubana, y hasta ceremonias sincréticas realizadas con permiso de las comunidades locales.

Una de las experiencias más demandadas es el “Baño de los tres silencios”, una práctica espiritual en la Cueva de Bellamar, en Matanzas. Allí, los visitantes se sumergen en una poza subterránea y permanecen en absoluto silencio por tres minutos, conectando con la resonancia natural de la roca, el agua y la oscuridad.

El Castillo del Cid Campeador: entre la historia y la leyenda de Castilla

Redacción (Madrid)

En la fértil y sobria meseta de Castilla, a tan solo unos kilómetros al norte de la ciudad de Burgos, se encuentra la localidad de Vivar del Cid. Este modesto pueblo, casi oculto entre el paisaje cerealista, posee un valor simbólico y patrimonial de incalculable importancia: fue el lugar de nacimiento y residencia de Rodrigo Díaz de Vivar, conocido por la historia y la literatura como el Cid Campeador. Aunque el castillo donde vivió ya no existe, su memoria ha dado forma a un espacio donde el viajero encuentra algo más profundo que piedras antiguas: la raíz misma de la epopeya medieval hispánica.

El castillo en el que nació y vivió el Cid no se conserva. Fue, con toda probabilidad, una casa fuerte o torre señorial propia de la nobleza castellana del siglo XI, de carácter militar pero sin la monumentalidad de los grandes castillos posteriores. A lo largo de los siglos, la estructura fue perdiéndose debido a conflictos, cambios de uso y abandono. Hoy solo quedan vestigios arqueológicos y referencias documentales, pero el solar de aquella edificación permanece señalado y protegido, conservando la carga simbólica que le confiere haber sido cuna de uno de los personajes más emblemáticos de la historia de España.

Sin embargo, en el lugar donde se alzaba la fortaleza de Vivar se ha desarrollado un entorno de memoria cultural y patrimonial. El pueblo conserva numerosas referencias al Cid: una estatua conmemorativa, el Archivo del Cantar de mio Cid, y el punto de partida oficial del Camino del Cid, una ruta cultural y senderista que sigue los pasos del héroe medieval a lo largo de más de 2.000 kilómetros, hasta la ciudad de Valencia.

Rodrigo Díaz de Vivar fue mucho más que un guerrero de frontera. Hijo de la nobleza menor castellana, educado en la corte del rey Fernando I y luego convertido en caudillo militar al servicio de distintos señores y reyes, su figura encarna los valores de la caballería, el honor, la lealtad y la astucia militar. Aunque su vida fue recogida por cronistas medievales como la Historia Roderici, su verdadero salto a la posteridad vino con la literatura: el Cantar de mio Cid, escrito hacia el año 1207, lo convierte en el protagonista de una gesta heroica que ha sido interpretada como el primer gran poema épico de la lengua castellana.

El interés del viajero por Vivar no se basa en lo monumental, sino en lo simbólico. Pocos lugares en España permiten al visitante sumergirse con tanta claridad en el encuentro entre historia y literatura, entre pasado documentado y leyenda viva. Caminar por las calles de Vivar, recorrer sus campos, observar la sobriedad de la tierra que vio nacer al Cid, es también una forma de acceder al alma de Castilla.

Aunque el castillo ya no está presente en su forma física, Vivar del Cid ofrece al visitante una experiencia inmersiva en el mundo del siglo XI. Entre los principales puntos de interés destacan:

  • El solar del antiguo castillo, debidamente señalizado, donde se conservan restos arqueológicos.
  • La estatua de Rodrigo Díaz, instalada en la plaza central del pueblo, como homenaje permanente a su figura.
  • La Casa Museo del Cid, donde se encuentran documentos, maquetas y material interpretativo sobre su vida.
  • La iglesia parroquial de San Miguel, de origen románico, que guarda vínculos históricos con la familia del Cid.
  • El punto de inicio del Camino del Cid, una ruta cultural reconocida a nivel nacional e internacional, que parte de este lugar simbólico y se extiende por varias comunidades autónomas.

A tan solo diez kilómetros al sur se encuentra el Monasterio de San Pedro de Cardeña, otro enclave fundamental en la historia del Cid. Allí se guardaron durante siglos los restos de Rodrigo Díaz y su esposa Jimena, y allí también se escribió buena parte de su leyenda.

El turismo que se practica en Vivar del Cid es sereno, íntimo y cultural. No hay grandes masas, ni atracciones artificiales, pero sí un entorno en el que se respira profundidad histórica y autenticidad. La experiencia de visitar este lugar tiene menos que ver con la contemplación de una arquitectura imponente y más con una conexión profunda con el origen de un símbolo nacional.

Los viajeros que se acercan a Vivar suelen ser amantes de la historia, la literatura medieval, o simplemente curiosos en busca de los orígenes de un mito. La visita invita a la reflexión: sobre el tiempo, la memoria, la construcción de las identidades, y el papel que un solo individuo puede jugar en la historia de un pueblo.

Aunque el castillo de Vivar del Cid ya no se yergue sobre la llanura castellana, su importancia no ha desaparecido. Al contrario, se ha transformado en un punto de referencia cultural, histórica y simbólica. Visitar este lugar es emprender un viaje al pasado, no a través de recreaciones artificiales, sino mediante el respeto por la memoria, el paisaje y la palabra escrita.

Allí, donde comenzó la historia del Cid, también puede comenzar para el viajero una comprensión más profunda del espíritu castellano y del legado que une la piedra, la letra y la leyenda.

Lupillos: la pizzería que transformó una casa histórica en punto de referencia gastronómica en León

Por Tamra Cotero

En una ciudad conocida por su industria del calzado y su crecimiento desbordado, es difícil que una pizzería familiar se convierta en un símbolo. Y sin embargo, Pizzería Lupillos, ubicada en la histórica Casa de las Monss, lo ha conseguido. No por marketing, influencers o diseño interior. Lo hizo a fuerza de sabor, constancia y una salsa chimichurri que obligó a los grandes a tomar nota.

Lupillos abrió sus puertas en 1991, en el barrio tradicional de Obregón, cerca del centro histórico de León, Guanajuato. El inmueble que lo alberga —conocido por generaciones como la Casa de las Monss— es una construcción de valor patrimonial, con techos altos, vigas de madera y un patio central. La familia Monss, de origen europeo, habitó el lugar durante décadas, y su huella persiste en algunos detalles de la arquitectura original. Cuando fue reacondicionado para funcionar como restaurante, no se alteró la estructura. Ese respeto a la historia urbana también forma parte del atractivo del sitio.

Pero más allá del espacio, lo que consolidó a Lupillos como referente local fue su cocina, en particular, su chimichurri. A principios de los años 2000, cuando la pizza seguía anclada al molde industrial de las cadenas multinacionales, Lupillos incorporó una salsa casera que mezclaba ajo, perejil, aceite de oliva, vinagre, chile y especias locales. Lo que nació como acompañamiento terminó por convertirse en el sello de la casa.

La demanda fue tal que los clientes empezaron a pedir botellas para llevar. En redes locales circulaban recomendaciones específicas: “pide extra chimichurri, vale la pena”. A los pocos años, competidores —incluidas franquicias internacionales— comenzaron a ofrecer salsas similares en León, una movida que no pasó desapercibida. Aunque la receta original nunca se compartió, su influencia en el panorama gastronómico de la ciudad fue evidente.
Hoy, Lupillos mantiene su perfil bajo. No hay franquicias, no hay espectáculo. El lugar sigue atendido por miembros de la familia fundadora. El menú ofrece pizzas horneadas al momento, pastas sencillas, pan de ajo casero y el famoso chimichurri, ahora también embotellado con etiqueta propia. El público es diverso: familias de toda la vida, jóvenes de la Universidad de León, visitantes que llegan recomendados por boca a boca.

Comer en Lupillos es más que pedir una pizza. Es entrar en un espacio donde la ciudad se toma un respiro. En medio de una León cada vez más vertical, más acelerada y más genérica, este sitio ofrece una experiencia sencilla, directa y auténtica. Sin exagerar: Lupillos no intenta impresionar, y por eso impresiona.

Jalpa de Cánovas: donde la historia no ha terminado de irse

Por David Agüera

Uno no llega a Jalpa de Cánovas por accidente. Lo elige —o lo busca, incluso sin saberlo— como se buscan los lugares que cargan con la historia como una cicatriz hermosa. Hay en este rincón de Guanajuato una gravedad suave, como si el tiempo hubiera dejado de correr en voz alta y se limitara a observar, desde las esquinas empedradas, el ir y venir de los vivos.

Fundada en el siglo XVI como una estancia de ganado menor, la Hacienda de Jalpa floreció siglos después gracias a la familia Cánovas. Fue don Manuel Cánovas quien la convirtió en una joya agrícola y arquitectónica durante el Porfiriato, en ese tiempo que olía a modernidad y pólvora, cuando los hacendados tenían más poder que los gobernadores. La hacienda llegó a tener su propio sistema hidráulico, presas, molinos, incluso su moneda. Aquel esplendor todavía se respira en las ruinas majestuosas del casco, donde las paredes parecen sostenerse más por orgullo que por cemento.

Pero no todo fue gloria. Jalpa, como tantas otras joyas rurales, fue escenario del drama mexicano por excelencia: la Guerra Cristera. Aquí no hubo mitos, sino muertos. Las campanas que hoy suenan en la parroquia de San Antonio de Padua alguna vez repicaron para advertir del peligro, para llamar a misa prohibida o llorar a los mártires. En los alrededores se escondieron cristeros y federales, se libraron escaramuzas y se tejieron silencios. Aún hoy, los ancianos del pueblo bajan la voz cuando se menciona aquel tiempo.

Interior de la Hacienda de Jalpa, Lugares y Más

Y sin embargo, Jalpa no es solo nostalgia. Es también la calma de un buen vino en Las Golondrinas, el restaurante que se ha vuelto punto de encuentro entre los fantasmas del pasado y los placeres del presente. Desde sus ventanales se ven bugambilias cayendo como lluvia lenta y el murmullo de la fuente acompaña el festín. Aquí uno puede perderse entre aromas de leña, salsas que parecen recetas de otra época y carnes cocidas con la paciencia que sólo los pueblos saben tener. Comiendo ahí, con un mezcal entre los dedos, se entiende por qué algunos deciden no irse nunca.

A unos pasos del centro está la Presa Vieja, construida a fines del siglo XIX. Sólida, de piedra, elegante en su funcionalidad. Más allá, la Presa Nueva, como la llaman los locales, da testimonio del paso del tiempo. No son sólo cuerpos de agua: son espejos donde se reflejan cielos que parecen pintados a mano y recuerdos que no terminan de irse. Familias enteras pasan ahí sus tardes, pescando, comiendo, olvidando.

Pérez-Reverte diría que este es un lugar donde las piedras aún cuentan historias si uno se toma el tiempo de escucharlas. Y tendría razón. Hay una dignidad antigua en las callejuelas polvorientas, en los portones de hierro forjado, en los tejados que crujen cuando baja el sol. Aquí todo está quieto, pero nada está muerto. Hay una vida discreta, de esas que no buscan likes ni hashtags.

Jalpa de Cánovas no es un pueblo mágico con luces de neón. Es una herida hermosa, una postal que sobrevivió al olvido. Es, sobre todo, una advertencia: de que hay lugares donde la historia no ha terminado de irse, y que aún nos espera en una mesa con pan recién hecho, junto a una copa y una conversación sin prisas.

Y eso, en estos tiempos, es casi un milagro.

La India espiritual, un viaje por sus lugares de devoción

Redacción (Madrid)

Viajar a la India es mucho más que cambiar de continente; es adentrarse en un universo donde lo espiritual convive con lo cotidiano, donde la religión no es solo una práctica, sino una forma de vida. La India, cuna de grandes tradiciones como el hinduismo, el budismo, el jainismo y el sijismo, ofrece al viajero una experiencia religiosa que no se limita a templos y rituales: es una travesía interior, una invitación a mirar el mundo —y a uno mismo— desde otra perspectiva.

Un viaje religioso por la India puede tomar muchas formas, pero todas comparten un hilo común: el asombro. Desde las oraciones al amanecer en la orilla del Ganges hasta los cantos devocionales en un gurdwara sij, el país ofrece un mosaico de prácticas espirituales vivas, profundas y conmovedoras.

Uno de los primeros destinos inevitables es Varanasi, una de las ciudades más sagradas del hinduismo. A orillas del Ganges, se puede presenciar el ritual del aarti, donde sacerdotes ofrendan fuego al río al anochecer, rodeados de peregrinos, flores y cánticos. Es también el lugar donde muchos hindúes desean morir o ser incinerados, en la creencia de que así se rompe el ciclo de reencarnaciones. Pisar Varanasi no es solo visitar una ciudad: es entrar en un espacio donde la vida y la muerte se tocan con naturalidad y respeto.

Siguiendo la ruta de la espiritualidad, otro punto esencial es Bodh Gaya, donde Buda alcanzó la iluminación bajo el árbol Bodhi. Hoy, ese mismo árbol sigue allí, rodeado de templos budistas de todo el mundo, y de monjes y devotos que meditan en silencio. Es un lugar de paz intensa, donde el viajero puede detenerse, respirar y conectar con una espiritualidad tranquila, universal.

Para quienes desean conocer el sijismo, el destino imperdible es Amritsar, en el estado de Punyab. Allí se alza el majestuoso Templo Dorado, uno de los lugares más hospitalarios del mundo. Además de admirar su belleza arquitectónica, se puede participar del langar, un comedor comunitario donde miles de personas comen cada día, sin importar su religión, casta o condición social. Es un poderoso ejemplo de igualdad, servicio y devoción.

En el sur, Tiruvannamalai atrae a quienes buscan una experiencia más introspectiva. Esta ciudad, sagrada para el hinduismo, es hogar del Ashram de Ramana Maharshi, un sabio venerado por su enseñanza del silencio y la autoindagación. Caminar alrededor del monte Arunachala, considerado una manifestación del dios Shiva, se convierte en una práctica de meditación en movimiento.

Y no se puede olvidar Rishikesh, conocida como la «capital mundial del yoga». A orillas del Ganges y al pie del Himalaya, esta ciudad reúne ashrams, centros de meditación y espacios para el crecimiento espiritual. Aquí, tanto devotos como turistas encuentran un lugar para aprender, sanar o simplemente desconectar del ruido del mundo moderno.

Pero más allá de los destinos, lo que hace único un viaje religioso por la India es la presencia constante de lo sagrado en la vida diaria. Un conductor que enciende incienso en su taxi, una familia que ora al borde de la carretera, o una peregrinación multitudinaria en la que el extranjero es recibido como un hermano más. La espiritualidad en la India no es espectáculo, es esencia.

En definitiva, recorrer la India con el corazón abierto es dejarse transformar. Es entender que la fe puede tomar mil formas y que, en su diversidad, la India ofrece algo más que templos o rezos: ofrece una forma distinta de habitar el mundo. Para el viajero espiritual, no hay otro lugar como este. Porque en India, la religión no se visita… se vive.

Las mejores ferias de Europa, tradición, cultura y espectáculo



Redacción (Madrid)

Europa es un continente rico en historia y diversidad cultural, y sus ferias son un reflejo vibrante de esa herencia. A lo largo del año, ciudades y pueblos de todo el continente celebran eventos que combinan tradición, gastronomía, música y arte, atrayendo a millones de visitantes. Estas ferias no solo son espacios de ocio, sino también importantes motores económicos y símbolos de identidad local.


Una de las más emblemáticas es la Oktoberfest de Múnich, Alemania, la fiesta cervecera más grande del mundo. Durante más de dos semanas, la ciudad se llena de trajes típicos bávaros, grandes carpas cerveceras, música tradicional y platos típicos como el codillo o las salchichas. Con más de seis millones de visitantes anuales, la Oktoberfest es un fenómeno global que sigue siendo fiel a sus raíces locales.


En el sur de Europa, la Feria de Abril de Sevilla, en España, deslumbra con su explosión de color, baile y gastronomía andaluza. Las casetas, decoradas con esmero, se convierten en puntos de encuentro para disfrutar del flamenco, el rebujito y las sevillanas. Esta feria es un referente de la cultura española y una cita imprescindible para quienes buscan autenticidad y fiesta.


Otro evento destacado es el Carnaval de Venecia, en Italia, conocido por su elegancia y misterio. Sus máscaras artesanales, los bailes de época y los desfiles por los canales convierten la ciudad en un escenario de cuento. Esta celebración, que se remonta al siglo XI, atrae a turistas de todo el mundo y preserva una tradición única en el panorama europeo.


Finalmente, en el norte, el Mercado de Navidad de Estrasburgo, en Francia, considerado el más antiguo de Europa, transforma la ciudad en un paraíso invernal. Sus puestos de madera, luces cálidas y productos artesanales crean un ambiente mágico que celebra el espíritu navideño con encanto y autenticidad. En definitiva, las ferias europeas son experiencias inolvidables que ofrecen una ventana privilegiada a la riqueza cultural del continente.


La República Dominicana salvaje: un paraíso de fauna por descubrir

Redacción (Madrid)

Cuando pensamos en la República Dominicana, lo primero que suele venir a la mente son sus playas de arena blanca, las aguas turquesas del Caribe y el ritmo contagioso del merengue. Pero más allá del turismo de sol y playa, el país esconde un tesoro natural que muchos visitantes pasan por alto: su fauna. Rica, diversa y, en muchos casos, única en el mundo, la biodiversidad dominicana convierte a la isla en un destino perfecto para los amantes de la naturaleza.

Situada en la isla de La Española, que comparte con Haití, la República Dominicana alberga una sorprendente variedad de ecosistemas: desde bosques húmedos y manglares hasta zonas semiáridas, montañas y costas coralinas. Esta variedad de paisajes se traduce en una increíble riqueza animal, que se puede explorar en parques nacionales, reservas ecológicas y hasta en las inmediaciones de las zonas turísticas más conocidas.

Uno de los grandes protagonistas de la fauna dominicana es el manatí antillano, un apacible mamífero marino que habita en aguas costeras y estuarios. Aunque es una especie en peligro de extinción, todavía se puede ver en zonas protegidas como la Bahía de Samaná, donde también tiene lugar uno de los espectáculos naturales más impresionantes del Caribe: el avistamiento de ballenas jorobadas. Cada año, entre enero y marzo, cientos de estos gigantes del océano llegan desde el Atlántico Norte para aparearse y dar a luz en las cálidas aguas dominicanas. Verlas saltar, cantar o nadar junto a sus crías es una experiencia inolvidable.

Pero no todo ocurre en el mar. En tierra firme, la República Dominicana es hogar de aves endémicas como el cigua palmera (el ave nacional), el gavilán de la Hispaniola o el pico cruzado, que solo se encuentran en esta isla. Los amantes del birdwatching pueden disfrutar de verdaderos santuarios naturales en lugares como la Sierra de Bahoruco, la Reserva Científica Ébano Verde o el Parque Nacional Los Haitises, donde además de aves se pueden observar murciélagos, cangrejos terrestres y hasta manatíes si se visita por vía fluvial.

Otro habitante curioso es el solenodonte, un mamífero nocturno, insectívoro y muy antiguo, que parece salido de otra era. Es endémico de la isla y extremadamente raro de ver, aunque los esfuerzos de conservación lo protegen en lugares como el Parque Nacional Jaragua, al suroeste del país, una región también rica en reptiles, como la iguana rinoceronte y varias especies de lagartijas únicas del Caribe.

En las zonas costeras y marinas, los arrecifes de coral albergan cientos de especies de peces, tortugas marinas y moluscos. Lugares como el Parque Nacional Submarino La Caleta, cerca de Santo Domingo, o la isla Saona, son ideales para hacer snorkel o buceo y conocer esta vida marina de cerca.

En definitiva, la fauna de la República Dominicana es tan vibrante como su cultura. Es un país donde se puede pasar de observar ballenas a fotografiar aves raras, nadar junto a peces tropicales o explorar cuevas habitadas por miles de murciélagos. Para el turista curioso, dispuesto a ir más allá de los resorts, la isla ofrece una experiencia rica en biodiversidad y emoción natural. Un viaje a lo salvaje, en el corazón del Caribe.

Remedios, Cuba: Donde la historia se ilumina todo el año

Redacción (Madrid)

En el corazón verde de la provincia de Villa Clara, a solo unos kilómetros del mar, late uno de los pueblos más antiguos y encantadores de Cuba: San Juan de los Remedios. Fundado en 1514 —casi en paralelo con la mismísima Habana— este pequeño municipio parece resistirse al paso del tiempo, abrazando con dignidad sus calles adoquinadas, sus plazas apacibles y su fervor por una de las tradiciones más intensas de la cultura cubana: las Parrandas.

Un pueblo detenido en el tiempo

Caminar por Remedios es asomarse a una Cuba menos retratada. No hay grandes hoteles ni multitudes de turistas. En su lugar, el viajero encuentra portales sombreados, iglesias centenarias y un aire tranquilo que invita a la contemplación. La Parroquia Mayor de San Juan Bautista, con su altar mayor cubierto en pan de oro, es un testigo silencioso de siglos de fe y resistencia. Frente a ella, la plaza central sirve como punto de encuentro, escenario de guitarras al atardecer y niños que juegan sin prisa.

“Remedios no necesita gritar para llamar la atención”, comenta Lázaro, un joven historiador local. “Su encanto está en lo cotidiano, en lo que no cambia”.

Las Parrandas: una fiesta que nunca termina

Cada 24 de diciembre, el silencio sereno del pueblo estalla en colores, fuego y música. Las Parrandas de Remedios, declaradas Patrimonio Cultural Inmaterial de la Nación, son una de las festividades populares más espectaculares de Cuba. La celebración enfrenta, cada año, a los barrios tradicionales de El Carmen y San Salvador, que compiten en desfiles, carrozas iluminadas, fuegos artificiales y comparsas coreografiadas.

Pero lo más sorprendente no ocurre solo en diciembre. Durante todo el año, los remedianos trabajan en secreto en talleres caseros, construyendo estructuras colosales, cosiendo trajes y practicando danzas. “Aquí la Navidad no se termina nunca”, dice Mariela, vecina del barrio El Carmen, mientras muestra con orgullo una maqueta de la carroza que presentarán este año.

Cultura viva más allá de la fiesta

Aunque las Parrandas son el corazón visible de Remedios, su riqueza cultural va mucho más allá. En sus calles se conservan tradiciones artesanales, como la elaboración de dulces caseros con coco, maní o boniato; la carpintería criolla; y el trabajo en vitral y herrería decorativa. Algunas casas coloniales han sido transformadas en cafés literarios, pequeñas galerías y hostales familiares, donde los visitantes pueden dormir entre muebles antiguos, escuchar historias del pueblo y saborear un café fuerte, como manda la costumbre.

Además, el Museo de las Parrandas ofrece una mirada íntima al alma festiva del pueblo, con vestuarios históricos, fotografías y videos que narran cómo Remedios ha encendido la noche durante generaciones.

Un destino para descubrir con calma

A diferencia de otros destinos turísticos más comerciales, Remedios apuesta por el turismo lento, humano y auténtico. Aquí, las experiencias no se compran en paquetes, se viven: compartir una comida campesina con una familia local, aprender a enrollar un tabaco en una finca cercana, o simplemente ver pasar la vida desde una mecedora en el portal.

A pocos kilómetros se encuentra Caibarién, un antiguo puerto pesquero con aroma a salitre y, más allá, las Cayos de Villa Clara, donde playas vírgenes esperan a quienes buscan una conexión entre cultura y naturaleza.

León de Guanajuato, una noche con sabor a Ángeles


Por David Agüera


Fue al caer la tarde cuando el calor del Bajío empezó a aflojar su puño seco. Llegué a León con la piel cansada del viaje y el alma abierta, dispuesto a dejarme herir dulcemente por la ciudad. León, de calles anchas, luces bajas y silencios cargados, se me ofrecía como esas ciudades que se intuyen antes de pisarlas, que ya se sueñan antes del primer trago.

No sabía entonces que aquella noche sería la primera de muchas. Tampoco sabía que la compañía perfecta se encuentra sin buscarla, como se encuentran los buenos tacos en tierras que saben a historia. Porque así fue: los tacos no eran de carne, ni de pescado, ni de moda. Eran de gloria. De esos que uno muerde y siente que algo se le ordena por dentro. El local tenía el rumor alegre de las buenas noches. Allí, entre risas y miradas, descubrí un sabor que alguien, no sin razón, llamó «tacos con sabor a Ángeles». Y así los sentí: crujientes, generosos, celestiales.

La compañía era otra cosa. No se nombra. Se siente. La conversación fluía entre murmullos y carcajadas discretas. Hablamos del alma de León, esa que no aparece en los folletos ni en los mapas turísticos. Hablamos de su piel curtida por la industria zapatera, de su corazón que late fuerte en las plazas y en los mercados, donde la vida sucede sin guion, con olor a cuero y a futuro.

León es una ciudad de contrastes: moderna y tradicional, urbana y provinciana, donde la fe se mezcla con el arte, y el bullicio con la calma de sus templos. En esta primera noche, descubrí que no es ciudad para mirar desde la distancia. Hay que caminarla, comerla, sentirla. Hay que dejar que te salpique con su luz naranja y sus historias rotas.

Sentado en un banco cualquiera, con los labios aún picantes por la salsa y el corazón tibio por la charla, comprendí que León no te da la bienvenida con discursos. Te seduce con detalles. Una sonrisa detrás de un mostrador. Un mariachi perdido en una callejuela. El rumor de la vida que no se detiene.

La ciudad se me entregó así: sin defensas, sin trampa. Y yo, que había llegado a verla de paso, me descubrí deseando quedarme. Porque León, como las buenas noches, no se olvida. Y apenas hemos empezado a sufrirla —en el mejor sentido del verbo, como decía Javier Reverte—: sufrirla como se sufre lo bello, lo intenso, lo que deja huella.Mañana habrá más. Hoy, sólo puedo decir que en León hay tacos que saben a Ángeles… y que hay noches que saben a verdad.