San Miguel de Allende: El alma intacta de un país

Por David Agüera

Llegamos a San Miguel de Allende cuando el sol aún se desperezaba entre las montañas de Guanajuato. La mañana había comenzado en Nirvana, ese rincón de placidez donde el desayuno es un acto litúrgico y el tiempo parece olvidar su prisa. Desde allí, la carretera serpenteaba como un pensamiento antiguo hacia un lugar que no ha permitido que el olvido le robe ni una sola de sus memorias.

San Miguel no es un pueblo. Es una respiración pausada, una promesa hecha piedra, un susurro de la historia que se aferra a cada muro con la dignidad de lo eterno. Sus calles, adoquinadas y caprichosas, parecen diseñadas más por la poesía que por la lógica. Suben y bajan sin prisa, como si quisieran enseñarte algo con cada paso: una reja forjada a mano, una bugambilia desbordada, una puerta que guarda secretos de otra época.

Al caminar por ellas, uno siente que San Miguel no se visita, se recorre con el alma. Hay un ritmo secreto en el sonido de los pasos, una música suave que se mezcla con las campanas que llaman al silencio desde las alturas. Y cuando se llega al mirador, con la ciudad extendida bajo una luz dorada y terrosa, se comprende por qué tantos han decidido quedarse y por qué otros, aunque se vayan, jamás terminan de irse.

Desde lo alto, la Parroquia de San Miguel Arcángel domina el paisaje como un sueño gótico en medio del Bajío. Sus agujas rosadas cortan el cielo como versos de una novela de amores imposibles. Frente a ella, la plaza principal es un refugio donde el tiempo se esconde bajo las sombras de los laureles, entre conversaciones pausadas y el eco de una marimba.

San Miguel está hecho de detalles: tiendas donde cada objeto tiene una historia que se cuenta en voz baja, patios donde el silencio es tan perfecto que duele, iglesias donde la fe aún tiene el rostro de la humildad. Uno entra a una galería y sale con el corazón más ancho. Uno entra a una capilla y siente que el alma se acomoda como si volviera a casa.

Y sin embargo, lo más sorprendente de San Miguel no es lo que se ve, sino lo que se siente. Hay una calma aquí que no es simple tranquilidad, sino algo más profundo: una serenidad que parece flotar en el aire, en la forma de hablar de la gente, en el modo en que la tarde cae sobre los tejados como un mantel que arropa las historias del día.

Esta ciudad, cuna de insurgentes y refugio de artistas, no ha cedido a la prisa del mundo. Ha elegido conservar su alma. Y en cada esquina, en cada puerta entreabierta, en cada niño que corre descalzo por una calle empinada, uno siente la fuerza tranquila de una ciudad que supo participar en la historia sin dejar de ser ella misma.

San Miguel de Allende no es solo un destino. Es un estado del espíritu. Es, quizá, lo que México recuerda de sí mismo cuando sueña en voz baja.

Cristo Rey de Guanajuato: Donde el cielo se toca con la fe

Por Tamara Cotero

Llegamos con frío, niebla y ese ambiente mágico de un lugar lleno de historia. El camino serpenteante que sube al Cerro del Cubilete se nos ofrecía como un acto de fe en sí mismo: un ascenso entre nubes que parecían guardar secretos de siglos pasados. El viento silbaba con la voz de los peregrinos que una vez subieron a pie, con velas en mano y esperanza en el pecho.

A lo lejos, la figura de Cristo Rey emergía entre la neblina como un guardián eterno, abrazando con los brazos abiertos la vastedad del Bajío. Era como si el tiempo se detuviera y la montaña —tan majestuosa como silenciosa— nos susurrara leyendas que sólo el alma puede escuchar. Ahí, el pasado no duerme: respira en las piedras, en el aliento helado del aire, en los ecos de las oraciones que aún resuenan entre las rocas.

El monumento, de más de veinte metros de altura, se yergue no sólo como obra arquitectónica, sino como testimonio de un pueblo que no olvida. Fue destruido una vez, cuando la fe se volvió rebelión, y reconstruido después con más fuerza, como un acto de resistencia amorosa. Las alas de los ángeles que custodian al Cristo no están hechas sólo de bronce, sino de devoción y coraje.

Adentro, la capilla circular nos acogió con una paz que parecía derramarse desde lo alto. El sol, tímido pero presente, se colaba por los vitrales y dibujaba colores sobre los rostros de los visitantes, algunos con lágrimas silenciosas, otros con sonrisas de gratitud. Había algo profundamente humano en ese instante: la mezcla de lo sagrado y lo cotidiano, del silencio y la plegaria.

Fuera, las nubes jugaban con la montaña, cubriendo y descubriendo el paisaje como si tejieran un telón entre el mundo terrenal y el divino. Y mientras descendíamos de nuevo, con el corazón más ligero y el alma un poco más llena, supe que Cristo Rey no es sólo un destino turístico, sino una experiencia íntima, una conversación entre el cielo y quienes se atreven a escucharlo.

Europa bajo las estrellas, los campings más espectaculares para una escapada inolvidable



Redacción (Madrid)

En los últimos años, el turismo de camping ha experimentado un auge sin precedentes en Europa. La combinación de naturaleza, libertad y servicios de calidad ha convertido a los campings en una opción preferida para quienes buscan una experiencia auténtica sin renunciar al confort. Desde los Alpes suizos hasta las costas portuguesas, el continente ofrece una amplia gama de opciones que se adaptan tanto a familias como a aventureros solitarios. A continuación, un recorrido por algunos de los mejores campings europeos que destacan por su ubicación, instalaciones y encanto único.


Uno de los referentes indiscutibles es Camping Les Criques de Porteils, ubicado entre Collioure y Argeles-sur-Mer, en el sur de Francia. Este camping de cinco estrellas ofrece parcelas con vistas espectaculares al Mediterráneo, acceso directo a calas escondidas y servicios de alta gama, como piscina climatizada, restaurante gourmet y actividades para toda la familia. Su atmósfera tranquila y su respeto por el entorno natural lo convierten en un destino ideal para quienes buscan desconexión con estilo.


En los Países Bajos, Camping De Lakens, situado en el Parque Nacional Zuid-Kennemerland, cerca de Ámsterdam, es un ejemplo de camping sostenible e innovador. Con alojamientos que van desde tiendas de lujo hasta cabañas ecológicas, este camping pone un fuerte énfasis en el bienestar: cuenta con spa, yoga en la playa y menús saludables. La cercanía con el mar del Norte permite a los visitantes disfrutar de surf, ciclismo y largos paseos por dunas salvajes.


Italia también tiene joyas del camping, como Camping Village Marina di Venezia, en la región del Véneto. Este enorme complejo frente al mar Adriático combina lo mejor de un resort con la esencia del camping tradicional. Dispone de parques acuáticos, restaurantes temáticos y hasta tiendas de diseño, sin dejar de lado la posibilidad de dormir bajo los pinos. Su proximidad a Venecia lo convierte en una base ideal para explorar tanto la naturaleza como la cultura.


Para quienes prefieren las montañas, Camping Jungfrau en Lauterbrunnen, Suiza, es un verdadero espectáculo. Rodeado de cascadas y picos nevados, este camping ofrece una experiencia alpina única. Es punto de partida para rutas de senderismo y excursiones en tren a lugares emblemáticos como Jungfraujoch. A pesar de su entorno rústico, dispone de servicios modernos y acogedores, ideales para quienes desean vivir los Alpes sin sacrificar comodidad.


Desde la costa hasta la montaña, Europa ofrece una diversidad de campings que satisfacen todo tipo de expectativas. Más allá de ser simples lugares para dormir, se han transformado en destinos en sí mismos, donde el contacto con la naturaleza se combina con una creciente oferta de bienestar y entretenimiento. Ya sea para una escapada corta o unas largas vacaciones de verano, acampar en Europa es, hoy más que nunca, una forma de viajar con libertad y conciencia.


Dolores Hidalgo: Bajo la Lluvia, con José Alfredo en el Corazón

Por David Agüera

El pueblo nos recibió lloviendo, como si el cielo mismo hubiera querido sumarse al lamento eterno de las rancheras. Esa lluvia no era un inconveniente: era un himno, una bienvenida, una forma muy mexicana —profundamente literaria— de dar la mano mojada al forastero. Dolores Hidalgo, cuna de la independencia, pero más aún, cuna de José Alfredo Jiménez, nos abrió sus calles empedradas como se abren los libros de los viejos cantores: con nostalgia, con tequila y con algo de tristeza indómita.

Pasamos la mañana caminando entre charcos y versos, ataviados como manda el respeto: sombreros húmedos, botas embarradas y un silencio reverente. El primer destino fue la tumba del inmenso José Alfredo, bajo una lluvia fina que parecía cantarle al oído: “No vale nada la vida, la vida no vale nada…” Allí, entre flores marchitas y turistas discretos, uno entiende que hay muertos que no descansan nunca porque los seguimos necesitando vivos.

Dolores se deja andar como un corrido. La iglesia, solemne y vieja, tiene un eco distinto cuando llueve. Cada campanada parece narrar la historia de un país que decidió levantarse y cantar su libertad entre sangre y guitarras. La plaza —esa plaza mexicana que lo contiene todo: política, misa y romance— nos recibió con vendedores de sombreros, de milagritos, de tiempo detenido.

Pero fue en la casa-museo de José Alfredo Jiménez donde el viaje tomó la densidad emocional de un bolero en ruinas. Aquel caserón de infancia, reconvertido en altar cultural, es un territorio sagrado donde las paredes hablan. Allí están las voces eternas: Armando Manzanero afinando el alma, Chavela Vargas con su poncho y su whisky, y, cómo no, Joaquín Sabina, el español más mexicano de todos. Sabina flota en esas salas como un fantasma alegre: el amigo de José Alfredo que llegó tarde, pero que se quedó a dormir en sus canciones.

Todo está impregnado de una devoción sin aspavientos, de un cariño popular que no necesita solemnidades. José Alfredo no es una estatua: es un vecino que aún canta en cada bocina, en cada borracho triste, en cada mujer que recuerda entre sorbo y suspiro.

La última parada fue dulce, literal y metafórica: La Flor de Dolores Hidalgo, templo del pecado frío. Allí, entre nieves de sabores imposibles —tequila, garrambullo, taro— comprendimos que en México el paladar también canta. Hay nieves que son poemas. El sabor a garrambullo, por ejemplo, tiene la aspereza de los amores no correspondidos. La de tequila es lo que imagino debe saber un adiós dicho entre compadres. Y la de taro… bueno, esa sabe a algo que no se puede contar sin música de fondo.

Salimos con la ropa húmeda, el corazón lleno y la certeza de que hay lugares donde uno no visita: es visitado. Dolores Hidalgo nos miró partir como miran los pueblos sabios: sin prisa, sin pena, sabiendo que quien llega mojado y se va con canciones, regresa siempre.

Más allá del turismo: el auge del emprendimiento joven en República Dominicana

Redacción (Madrid)

Santo Domingo. — Por décadas, República Dominicana ha sido reconocida internacionalmente por sus playas paradisíacas, su música vibrante y su hospitalidad. Sin embargo, en los últimos años, una nueva narrativa ha comenzado a abrirse paso: la del espíritu emprendedor de su juventud, que transforma el rostro de la economía dominicana más allá del turismo.

Desde coworkings urbanos en el corazón de Santo Domingo hasta laboratorios de innovación en Santiago, cientos de jóvenes dominicanos están liderando una revolución silenciosa. Su objetivo: demostrar que el país puede ser también un centro de innovación, creatividad y tecnología.

Ecosistemas en expansión

Organizaciones como Innova Dominicana, EmprendeDO y Impúlsate RD están jugando un rol clave en este nuevo ecosistema. A través de mentorías, rondas de inversión y concursos de innovación, han logrado conectar a jóvenes talentos con oportunidades concretas de desarrollo.

Desafíos persistentes

Pese al entusiasmo, los retos siguen siendo considerables. El acceso al financiamiento, la burocracia, la brecha digital en zonas rurales y la falta de educación empresarial temprana son obstáculos que los emprendedores dominicanos deben sortear a diario.

Un motor de cambio social

Más allá de lo económico, este movimiento emprendedor también está generando un impacto social profundo. Proyectos liderados por jóvenes están llevando educación tecnológica a barrios marginados, promoviendo el empoderamiento femenino, y creando redes de comercio justo entre productores locales.

Dulcería La Catrina: azúcar, alma y verdad en Guanajuato

Por Tamara Cotero

Descubrí Dulcería La Catrina por accidente, que es como se descubren las cosas que valen la pena. Iba bajando desde la Universidad de Guanajuato, con los pies algo cansados y el alma medio abierta después de una caminata larga por túneles, plazuelas y callejones que no piden permiso para atraparte. Y de pronto: colores, aromas, algo familiar que no sabía que necesitaba.

La fachada es discreta, pero algo en el aire te «jala» hacia adentro. Puede ser el olor a guayaba cocida, a nuez recién partida, o el cartel que reza con orgullo: Desde 1995. Casi treinta años. Y lo notas, aunque no te lo digan. No es una tienda nueva que copia lo tradicional. Es una tienda tradicional que ha aprendido a no envejecer.

Adentro hay un orden vivo. Todo está perfectamente dispuesto, pero no parece una tienda de escaparate, sino una de esas casas donde te sientes invitado aunque nadie te haya llamado. Lo primero que me ofrecieron fue una charamusca en forma de momia. Y ahí ya estaba convencida. Porque eso no es un dulce. Es un guiño. Es identidad.

Los productos son un homenaje a México y a sus dulces maneras de contar historias:
– Las cocadas tienen ese punto exacto entre lo crujiente y lo meloso.
– El ate con queso lo puedes probar ahí mismo, y nadie te mira raro si quieres repetir.
– Las nueces garapiñadas son una trampa dulce que no puedes parar de masticar.
– El rompope artesanal, ese que viene en botellitas de vidrio con tapa de tela, sabe a sobremesa de abuela.
– Y las mermeladas de frutas con mezcal, sí, con mezcal, son para quienes no tienen miedo de mezclar.

Pero lo mejor —y esto no se puede fingir— es el ambiente. El lugar está lleno de catrinas: coloridas, divertidas, elegantes, como si fueran las dueñas del espacio y nos recordaran que hay que reírse incluso de lo que asusta. Y se respira algo que escasea: honestidad. Nadie intenta venderte algo con discursos vacíos. Te lo ofrecen con una sonrisa, te lo dejan probar, y si te gusta, lo compras. Si no, igual te despiden con amabilidad.

El servicio es cálido y sin exageraciones. La mujer que me atendió me habló como quien conoce lo que vende y lo respeta. Me dijo: “Pruébelo, no se compromete a nada”. Y eso vale más que cualquier promoción.

Además, tienen dulces sin azúcar, opciones gourmet y hasta productos kosher, pero eso no es para posturear, es porque realmente piensan en todos los gustos y cuerpos.

Dulcería La Catrina no es solo una tienda. Es un acto de resistencia contra lo genérico. Es lo que pasa cuando alguien cuida lo suyo, no para aparentar, sino porque de verdad cree en lo que hace. En un mundo donde todo parece hecho para Instagram, este es un lugar hecho para la memoria.

Yo salí con una bolsa llena de cosas que sabía que iba a compartir. Pero lo que más me llevé fue la sensación de haber estado en un lugar real. De esos que te hacen sentir menos turista y más persona.

Palermo, el pulso verde y cultural de Buenos Aires

Redacción (Madrid)

Palermo no es solo el barrio más extenso de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires; es también uno de los más vibrantes, diversos y encantadores. En sus calles, la historia y la modernidad coexisten, el arte se mezcla con la naturaleza, y el ritmo porteño late al compás de cafés, librerías, parques y mercados. Visitar Palermo es adentrarse en una experiencia urbana que captura el alma de Argentina desde un rincón cosmopolita y cálido.

Palermo es un caleidoscopio urbano. Técnicamente es un solo barrio, pero sus múltiples “sub-barrios” revelan diferentes personalidades. Palermo Soho, con sus boutiques de diseño independiente y su atmósfera bohemia, atrae a quienes buscan moda, arte callejero y gastronomía de autor. Palermo Hollywood, por su parte, toma su nombre de la concentración de productoras audiovisuales, y hoy es epicentro de bares modernos, cafés con encanto y una activa vida nocturna.

Más tranquilo y residencial es Palermo Chico, con embajadas, mansiones y museos como el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA). Las Cañitas, en cambio, ofrece una combinación de ambiente joven, bares exclusivos y cercanía con el hipódromo y los bosques.

El corazón verde del barrio son los Bosques de Palermo, un conjunto de parques y jardines diseñados en el siglo XIX por el paisajista Carlos Thays. Aquí, tanto locales como turistas se reúnen para correr, remar, andar en bicicleta o simplemente descansar junto al lago. El Rosedal, con más de 18.000 rosas, es uno de los puntos más fotografiados de la ciudad.

A pocos pasos, el Jardín Japonés ofrece una experiencia zen en medio de la ciudad, mientras que el Jardín Botánico resguarda cientos de especies vegetales y esculturas en un espacio de armonía natural.

Palermo es también un polo cultural. El ya mencionado MALBA exhibe obras de Frida Kahlo, Tarsila do Amaral y otros íconos latinoamericanos. El Museo Evita, en una antigua casona, recorre la vida de una de las figuras más emblemáticas de Argentina. Las librerías independientes y las galerías de arte salpican sus calles, promoviendo la creación local y el pensamiento crítico.

Pocas zonas de Buenos Aires igualan la oferta gastronómica de Palermo. Desde parrillas tradicionales argentinas hasta restaurantes veganos, cocina fusión, heladerías artesanales y cafeterías de especialidad, todo cabe en estas calles. La noche palermitana es otro atractivo, con bares secretos, rooftops, cervecerías artesanales y boliches para todos los gustos.

Palermo es mucho más que un barrio: es una experiencia multisensorial, un microcosmos donde conviven la historia nacional y las nuevas tendencias, el bullicio citadino y el murmullo de los árboles. Para el turista que busca conocer la esencia contemporánea de Buenos Aires sin perder contacto con su pasado, Palermo es una parada obligatoria. Aquí, cada esquina cuenta una historia, y cada paseo invita a quedarse un poco más.

Una tarde noche en Guanajuato dan para una novela llena de historias y matices

Por David Agüera

La ciudad se despliega como un secreto que se va dejando leer calle a calle, como si el tiempo hubiese pactado con las piedras para que no todo se revelara a la primera mirada. Son las seis de la tarde y el sol comienza a rendirse detrás de los cerros, proyectando sombras largas sobre los balcones coloniales. En Guanajuato la luz no se va, se esconde con elegancia.

He llegado sin prisa, como quien busca algo sin saber muy bien qué. El aire huele a cantera y café, a humedad antigua y juventud presente. La ciudad murmura bajo tierra y sobre los tejados. Hay algo aquí que recuerda a los escenarios de una novela de Zafón: misterio suspendido, belleza en ruinas controladas, un eco invisible de historias que no terminan de morir.

Caminar por Guanajuato no es caminar. Es participar de una coreografía de siglos. El Teatro Juárez emerge como un templo griego en mitad de la traza novohispana, su fachada custodiada por musas de bronce que parecen vigilar los pasos de los curiosos. Me detengo frente a sus puertas. Una pareja se hace fotos; un grupo de estudiantes —con guitarras, cerveza y futuro— se ríe en las escalinatas.

Dentro, se ensaya una ópera. Afuera, la vida no ensaya: se representa en tiempo real.
Subo hacia la Universidad. Escalones infinitos. Cada uno parece tener la huella de generaciones que pasaron antes. Es un edificio sobrio, imponente, casi inquisitorial. Pero de su interior brota una energía vivaz. Jóvenes con libros y celulares, con sueños entre los dientes. El contraste es delicioso: lo gótico frente al presente. Lo que fue, junto a lo que está siendo.

El atardecer cede y la ciudad se enciende desde abajo. Las luces no iluminan: acarician. Calles estrechas se convierten en laberintos. Si Dan Brown hubiera nacido en México, aquí habría ambientado su novela más oscura: túneles subterráneos, pasajes secretos, leyendas en cada esquina. Hay un fresco olor a historia que no necesita artificios.

Tomo el funicular. Subir así, en silencio, viendo cómo el casco antiguo se va desplegando a mis pies, es como leer el índice de una novela antes de abrirla. Desde el mirador del Pípila, la vista corta la respiración: tejados apretujados como confesiones, cúpulas que parecen flotar, colores vivos que desafían la lógica de una ciudad antigua. Guanajuato es un oxímoron que funciona: vibrante y detenida, barroca y liviana.

Empieza a hacer fresco. En la Plaza de la Paz, los músicos afinan. Una estudiantina canta viejos romances mientras los turistas, algunos incrédulos, otros embobados, se suman al ritual. Una señora vende nieves; un niño corre; un hombre lee un periódico doblado en cuatro. No hay artificio: todo es real. Incluso lo que parece irreal.

La noche cae completa. Las farolas dibujan sombras que parecen letras en cursiva sobre las paredes. En un rincón, un café jazz deja escapar notas melancólicas. En otro, una pareja discute en voz baja sobre el futuro. Yo solo camino, sin rumbo, sabiendo que Guanajuato no se recorre: se escucha.
Y entonces entiendo: esta ciudad no es un destino. Es una novela que se vive a pie.

Los desastres de la guerra civil española: Un viaje turístico por los restos de sus escenarios

Redacción (Madrid)

La Guerra Civil Española (1936-1939) no solo dejó una profunda cicatriz en la memoria colectiva del país, sino que marcó para siempre el paisaje urbano y rural de España. Aunque fue un conflicto devastador, sus vestigios se han transformado en lugares de memoria histórica y reflexión. Hoy, recorrer esos sitios es también un acto de turismo con conciencia, donde el viajero no busca solo belleza, sino comprensión y recuerdo.

Madrid fue uno de los principales escenarios de la guerra, sitiada durante casi tres años. Aún pueden visitarse restos de trincheras y búnkeres en la Casa de Campo, un parque que fue frente de batalla. En la ciudad, el Museo de Historia de Madrid y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía conservan documentos y obras que reflejan el horror del conflicto, como el célebre Guernica de Picasso, símbolo universal del sufrimiento civil.

En la provincia de Zaragoza, el viejo Belchite permanece como un esqueleto de ruinas bombardeadas. Fue escenario de una de las batallas más cruentas y, tras la guerra, Franco ordenó construir un nuevo pueblo al lado, dejando el antiguo como testimonio del horror. Caminar entre sus casas derruidas, su iglesia destrozada y sus calles fantasmales es una experiencia conmovedora.

Guernica, en el País Vasco, sufrió uno de los bombardeos más atroces por parte de la aviación alemana al servicio de Franco. Aunque hoy es una ciudad reconstruida, el Museo de la Paz de Gernika y la Casa de Juntas ofrecen una visión completa del ataque y sus consecuencias. El roble de Guernica, símbolo de las libertades vascas, sigue en pie como emblema de resistencia.

En Tarragona, el Ebro fue escenario de la mayor batalla de la guerra. En Corbera d’Ebre, el pueblo viejo permanece parcialmente en ruinas y ha sido convertido en un museo al aire libre, con esculturas y paneles informativos. Cerca, se puede visitar el Centro de Interpretación 115 días, que ofrece un recorrido completo por la ofensiva y el drama humano vivido.

No solo los campos de batalla guardan historias. En lugares como Albatera (Alicante) o Castuera (Badajoz), los restos de campos de concentración franquistas recuerdan la brutal represión que siguió a la guerra. Aunque en muchos casos quedan pocos vestigios físicos, diversas asociaciones trabajan por su señalización y recuperación.

Visitar estos lugares no es solo un ejercicio de memoria; es un acto de respeto hacia quienes vivieron el horror de una guerra fratricida. En cada trinchera, cada ruina y cada museo hay una historia que clama por no repetirse. El turismo de memoria invita al viajero a mirar más allá de los paisajes y monumentos, para descubrir las cicatrices que el tiempo no ha podido borrar.

Cuquita: donde el sabor sabe a hogar

Por Tamara Cotero

Fuimos a desayunar con Cuquita. Eso, así de sencillo. No había manteles largos, ni platos con nombres impronunciables. Había tamales, café de olla, risas, manos que no dejaban de moverse. Y una historia que se cuece, literalmente, todos los días a fuego lento en algún rincón de Guanajuato.

A Cuquita la conocen todos. Y no es una exageración: es una de las cocineras más premiadas del estado, una de esas mujeres que no necesitan carta de presentación porque su cocina habla por ella. Su nombre completo apenas se usa; basta con decir “Cuquita” y ya se entiende todo: sabor, trabajo, familia y una calidez que no se puede fingir.

Desayunamos en su casa, en Celaya, pero podría haber sido en cualquier otro punto del estado donde ha dejado huella. Llegamos temprano, aunque ya estaba todo listo. En la mesa: tamales de cazuela, de elote con rajas, unos dulces que sabían a infancia. “Estos los hacía mi abuela”, nos dijo mientras nos servía, y en su tono no había nostalgia, sino continuidad.

Cuquita no cocina: construye memoria. Y lo hace con ingredientes de mercado, con manos curtidas y con una alegría que no ha perdido a pesar de los años, del trabajo…

La cocina de Cuquita ha sido reconocida dentro y fuera del estado. Tiene premios, sí —los justos y necesarios—, pero lo que más pesa son las historias que carga cada platillo. En 2022, fue una de las representantes de Guanajuato en un festival gastronómico nacional donde su caldo de gallina y sus gorditas de horno pusieron a todos de pie. No hubo chef con estrella Michelin que pudiera contra ese sabor que huele a patio y a brasero.

Detrás de Cuquita están sus hijos. Dos de ellos ya se dedican de lleno a continuar el legado. “Sin ellos, nada de esto tendría sentido”, dice con orgullo. Uno maneja la logística, otro la ayuda a crear nuevas versiones de sus recetas tradicionales sin perder la esencia. Es una empresa familiar sin logotipo, pero con alma. Una cooperativa de amor.

Dice que no se siente famosa. Que lo suyo es cocinar y agradecer. Que lo importante es que la gente sepa que la comida mexicana no se encuentra en los restaurantes caros, sino en las casas como la suya, donde aún se nixtamaliza el maíz y se habla bajito para no espantar al mole.

Y así, entre sabores y anécdotas, Cuquita nos enseña que la mejor gastronomía de Guanajuato no sólo se sirve caliente. También se entrega con las manos llenas y el corazón abierto.

Cuando nos despedimos, no quiere que nos vayamos sin llevar algo. Nos da un tamal envuelto con una servilleta bordada. “Para el camino”, dice. Pero en realidad, es para el alma.